Biblia Sagrada

El Sacerdocio Eterno de Cristo en Hebreos

En la antigua ciudad de Jerusalén, bajo el resplandor del sol que iluminaba las calles empedradas y los muros de piedra, el pueblo de Israel vivía en espera del cumplimiento de las promesas de Dios. Entre ellos, los sacerdotes cumplían con sus deberes sagrados en el templo, ofreciendo sacrificios y oraciones por el pueblo. Estos hombres, escogidos por Dios, eran intermediarios entre el cielo y la tierra, pero su ministerio no era perfecto, pues ellos mismos eran hombres débiles, sujetos a las mismas tentaciones y pecados que aquellos por quienes intercedían.

En aquellos días, el autor de la carta a los Hebreos, inspirado por el Espíritu Santo, comenzó a escribir sobre un sacerdocio superior, uno que no estaba limitado por la fragilidad humana ni por la muerte. Este sacerdocio no era según el orden de Aarón, sino según el orden de Melquisedec, un misterioso rey y sacerdote que había aparecido en los tiempos de Abraham, sin genealogía conocida, sin principio ni fin, y que prefiguraba al gran Sumo Sacerdote que habría de venir: Jesucristo.

El autor explicaba con detalle cómo todo sumo sacerdote es escogido de entre los hombres y constituido a favor de ellos en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados. Estos hombres, aunque investidos de autoridad sagrada, debían tener compasión de los ignorantes y extraviados, pues ellos mismos estaban rodeados de debilidad. Por esta razón, el sumo sacerdote debía ofrecer sacrificios no solo por los pecados del pueblo, sino también por los suyos propios.

Pero el autor de Hebreos señalaba que Cristo no se glorificó a sí mismo para ser hecho sumo sacerdote, sino que fue Dios quien lo designó, diciendo: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Y también en otro lugar dijo: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec». Cristo, el Hijo de Dios, no necesitaba ofrecer sacrificios por sus propios pecados, pues Él era sin mancha, sin pecado, santo, inocente, puro y apartado de los pecadores. Él no era un sacerdote más, sino el Sumo Sacerdote perfecto, que podía compadecerse de nuestras debilidades porque, aunque sin pecado, había sido tentado en todo según nuestra semejanza.

El autor describía cómo, durante los días de su vida terrenal, Jesús ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado a causa de su reverencia. Aunque era Hijo, aprendió la obediencia por lo que padeció, y habiendo sido perfeccionado, llegó a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen. Este era el sacerdocio que superaba al antiguo, un sacerdocio eterno, no basado en la ley de un mandamiento carnal, sino en el poder de una vida indestructible.

El autor exhortaba a los creyentes a no ser lentos para entender estas verdades profundas. Les recordaba que, aunque debían ser maestros por el tiempo que llevaban en la fe, algunos aún necesitaban que se les enseñaran los principios elementales de las palabras de Dios, como niños que necesitan leche y no alimento sólido. Pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal.

Así, el autor de Hebreos pintaba un cuadro vívido del sacerdocio de Cristo, un sacerdocio que no solo cumplía con los requisitos de la ley, sino que iba más allá, ofreciendo un sacrificio perfecto y eterno. Este Sumo Sacerdote no necesitaba repetir sus ofrendas día tras día, como lo hacían los sacerdotes terrenales, porque Él había ofrecido su propia vida una vez y para siempre. Su sacrificio no era de toros ni de machos cabríos, sino de sí mismo, un sacrificio que limpiaba las conciencias de los creyentes y les daba acceso directo al trono de la gracia.

En las calles de Jerusalén, mientras los sacerdotes continuaban con sus ritos y sacrificios, el autor de Hebreos proclamaba una verdad transformadora: que en Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, se había cumplido todo lo que la ley y los profetas habían anticipado. Ya no era necesario depender de hombres débiles para acercarse a Dios, porque el Hijo de Dios había abierto un camino nuevo y vivo a través de su cuerpo, un camino que conducía directamente a la presencia del Padre.

Y así, con palabras llenas de reverencia y asombro, el autor de Hebreos invitaba a todos a acercarse con confianza al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro. Porque en Cristo, el Sumo Sacerdote perfecto, se encontraba la esperanza segura y firme, un ancla del alma que penetraba más allá del velo, donde Jesús había entrado como precursor, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.

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