**La Consagración de los Levitas: Una Historia de Servicio y Santidad**
En aquellos días, cuando el pueblo de Israel acampaba en el desierto, bajo la sombra protectora de la nube de Dios, el Señor habló a Moisés con palabras claras y precisas. Era un momento solemne, un tiempo en el que Dios estaba preparando a su pueblo para una vida de orden y santidad. En medio de la vastedad del desierto, donde la arena dorada se extendía hasta donde la vista alcanzaba, el Tabernáculo se alzaba como un faro de la presencia divina. Allí, en el corazón del campamento, Dios estaba a punto de revelar un plan sagrado para los levitas, aquellos escogidos para servir en su casa.
El Señor dijo a Moisés: «Habla con Aarón y dile: ‘Cuando coloques las lámparas, asegúrate de que las siete lámparas iluminen hacia el frente del candelabro'». Moisés obedeció al instante, y Aarón, el sumo sacerdote, cumplió con reverencia. Las lámparas de oro puro brillaban con una luz suave pero poderosa, iluminando el lugar santo y simbolizando la luz de Dios que guiaba a su pueblo. Era una imagen hermosa, un recordatorio de que Dios no solo habitaba entre ellos, sino que también los guiaba en cada paso.
Pero este no era el único mandato que Dios tenía para Moisés. El Señor continuó: «Toma a los levitas de entre los hijos de Israel y purifícalos». Los levitas, descendientes de Leví, habían sido elegidos por Dios para un propósito especial. No recibirían una porción de tierra como las demás tribus, porque su herencia sería el Señor mismo. Su tarea era servir en el Tabernáculo, asistir a los sacerdotes y cuidar de todo lo relacionado con el culto a Dios. Era un llamado sagrado, un privilegio que requería pureza y dedicación.
Moisés reunió a los levitas en un lugar abierto, cerca del Tabernáculo. El sol del desierto brillaba intensamente, pero la presencia de Dios era aún más radiante. Los levitas, hombres de todas las edades, se presentaron con humildad, conscientes de la responsabilidad que recaía sobre ellos. Moisés les explicó el proceso de purificación que Dios había ordenado. Primero, debían ser rociados con agua de purificación, un símbolo de limpieza espiritual. Luego, debían afeitarse todo el cuerpo y lavar sus ropas. Este acto físico representaba la necesidad de despojarse de toda impureza y prepararse para un servicio santo.
Después de la purificación, los levitas debían presentar ofrendas al Señor. Trajeron un novillo como ofrenda por el pecado y una ofrenda de grano mezclada con aceite. Estos sacrificios eran necesarios para expiar cualquier pecado y consagrarlos completamente a Dios. Moisés guió a los levitas en este ritual, mientras Aarón y sus hijos, los sacerdotes, ofrecían las ofrendas sobre el altar. El humo del sacrificio ascendía al cielo, un aroma agradable para el Señor, que aceptaba la dedicación de sus siervos.
Pero la consagración no terminaba allí. Dios ordenó que los levitas fueran presentados como una ofrenda mecida ante el Señor. Moisés los hizo acercarse al Tabernáculo, y todo el pueblo de Israel puso sus manos sobre ellos. Este gesto simbólico representaba la transferencia de la responsabilidad del servicio sagrado de todo el pueblo a los levitas. A partir de ese momento, los levitas actuarían en nombre de Israel, sirviendo en el Tabernáculo y llevando a cabo las tareas que Dios les había encomendado.
Dios explicó a Moisés el significado profundo de este acto: «Los levitas serán míos. Yo los he tomado para mí en lugar de todos los primogénitos de Israel». En Egipto, cuando el ángel de la muerte pasó sobre las casas de los israelitas, Dios había salvado a los primogénitos. Ahora, en el desierto, los levitas eran consagrados como un recordatorio viviente de esa liberación. Eran un pueblo dentro del pueblo, dedicados exclusivamente a Dios.
Moisés obedeció cada detalle de las instrucciones divinas. Los levitas, ahora purificados y consagrados, comenzaron su servicio en el Tabernáculo. Desde los más jóvenes hasta los más ancianos, cada uno tenía un papel que cumplir. Algunos transportaban las piezas del Tabernáculo durante los viajes, otros cuidaban de los utensilios sagrados, y otros más asistían a los sacerdotes en los sacrificios y las ceremonias. Era un trabajo arduo, pero lo hacían con alegría, sabiendo que servían al Dios vivo.
Dios también estableció que los levitas debían servir desde los veinticinco años hasta los cincuenta. Después de esa edad, podían ayudar en tareas menos exigentes, pero ya no llevarían la carga principal del servicio. Era una muestra de la misericordia de Dios, que entendía las limitaciones humanas y proveía para cada etapa de la vida.
Así, los levitas se convirtieron en un ejemplo para todo Israel. Su dedicación y pureza eran un recordatorio constante de que Dios es santo y que su pueblo debe ser santo también. Cada vez que los israelitas veían a los levitas sirviendo en el Tabernáculo, recordaban que Dios estaba en medio de ellos, guiándolos, protegiéndolos y santificándolos.
Y Moisés, el siervo fiel de Dios, contemplaba todo esto con gratitud. Sabía que cada detalle, cada ritual, cada mandato, era parte del plan divino para preparar a su pueblo para la Tierra Prometida. En el desierto, bajo el cielo infinito y la nube de Dios que los guiaba, los levitas se levantaban como un testimonio viviente de que servir al Señor es el mayor privilegio que un ser humano puede tener. Y así, con corazones llenos de reverencia y amor, continuaron su camino hacia la promesa de Dios.