**La Tragedia de Mizpa: La Traición de Ismael**
El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, pintando el cielo de Mizpa con tonos dorados y rojizos. La ciudad, que había sido un refugio para los judíos después de la caída de Jerusalén, respiraba un aire de tensión. Gedalías, el gobernador nombrado por los babilonios, había trabajado incansablemente para mantener la paz y reconstruir la vida de los que quedaban en la tierra. Pero no todos estaban contentos con su liderazgo.
Ismael, hijo de Netanías, era un hombre de linaje real, descendiente de la casa de David. Su corazón ardía de resentimiento hacia Gedalías, a quien consideraba un títere de los babilonios. Ismael no podía aceptar que un hombre que no era de la realeza gobernara sobre el pueblo de Judá. En su mente, solo alguien de su linaje tenía el derecho de liderar. Pero más que eso, Ismael estaba siendo manipulado por Baalis, el rey de los amonitas, quien veía en él una herramienta para desestabilizar a Judá y debilitar a los babilonios.
Una tarde, mientras Gedalías compartía una comida con sus oficiales en Mizpa, Ismael llegó con diez hombres. Aunque Gedalías había sido advertido por Johanán, hijo de Carea, sobre las intenciones traicioneras de Ismael, el gobernador se negó a creerlo. «No hables mal de Ismael», había dicho Gedalías, confiando en la bondad de los demás. Pero esa confianza sería su perdición.
Al sentarse a la mesa, Ismael y sus hombres parecían tranquilos, pero en sus ojos brillaba una oscura determinación. Gedalías, inocente de la traición que se avecinaba, les ofreció pan y vino, extendiendo su hospitalidad como era costumbre. Pero en medio de la cena, Ismael se levantó de repente, y con un gesto rápido, sacó su espada. En un instante, Gedalías cayó al suelo, su sangre manchando la tierra de Mizpa. Los diez hombres de Ismael se unieron a la masacre, matando también a los judíos y a los soldados babilonios que estaban con Gedalías.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Los cuerpos yacían esparcidos por el suelo, y el olor a sangre llenaba el aire. Ismael y sus hombres no mostraron remordimiento. Habían cumplido su misión, pero su sed de violencia no estaba saciada.
Al día siguiente, antes de que la noticia de la masacre se extendiera, ochenta hombres llegaron a Mizpa desde Siquem, Silo y Samaria. Venían con sus barbas rasuradas, sus ropas rasgadas y sus cuerpos cubiertos de cortes, señales de duelo por la destrucción del templo en Jerusalén. Traían ofrendas de grano e incienso para presentar en la casa del Señor, aunque el templo ya no existía. Ismael salió a su encuentro, llorando y fingiendo compartir su dolor. «Venid conmigo a ver a Gedalías», les dijo, con una voz llena de falsa compasión.
Los hombres, confiados, lo siguieron. Pero al entrar en la ciudad, Ismael y sus hombres los rodearon y los mataron a todos, arrojando sus cuerpos en una cisterna. Solo diez de ellos lograron salvarse, prometiendo a Ismael que le entregarían sus provisiones de trigo, cebada, aceite y miel si les perdonaba la vida.
La cisterna, que había sido construida por el rey Asa para almacenar agua en tiempos de guerra, ahora estaba llena de cadáveres. Ismael no mostró piedad ni respeto por los muertos. Su corazón estaba endurecido, y su ambición lo había cegado por completo.
Pero Ismael no se detuvo allí. Tomó cautivos al resto del pueblo que estaba en Mizpa, incluyendo a las hijas del rey Sedequías, a quienes Nabucodonosor había dejado bajo el cuidado de Gedalías. Con un grupo de prisioneros, Ismael partió hacia el territorio de los amonitas, esperando ganar el favor de Baalis.
Sin embargo, Johanán, hijo de Carea, y los demás oficiales que habían sido leales a Gedalías, se enteraron de lo sucedido. Llenos de indignación y dolor, reunieron a sus hombres y persiguieron a Ismael. Lo alcanzaron cerca del gran estanque de Gabaón. Al ver a Johanán y sus hombres, los cautivos que Ismael llevaba consigo se alegraron y corrieron hacia ellos. Ismael, al darse cuenta de que estaba superado en número, huyó con ocho de sus hombres hacia los amonitas, abandonando a los prisioneros.
Johanán y sus hombres rescataron a los cautivos y regresaron con ellos a Mizpa. Pero el miedo se apoderó de ellos. Temían la represalia de los babilonios al descubrir que Gedalías había sido asesinado. Decidieron huir a Egipto, creyendo que allí estarían a salvo de la ira de Nabucodonosor.
Así terminó la trágica historia de Ismael, un hombre que, movido por la ambición y el odio, traicionó a su propio pueblo y manchó sus manos con sangre inocente. Su nombre quedó grabado en la historia como un recordatorio de los peligros de la envidia y la traición. Y aunque el pueblo de Judá buscó refugio en Egipto, la sombra de su pecado los perseguiría, recordándoles que la desobediencia a Dios siempre trae consecuencias.
**Reflexión teológica:**
La historia de Ismael nos muestra cómo el pecado y la ambición pueden corromper incluso a aquellos que tienen un linaje noble. Ismael, aunque era de la casa de David, permitió que su orgullo y su deseo de poder lo llevaran a cometer actos atroces. Su traición no solo causó la muerte de Gedalías, sino que también puso en peligro a todo el pueblo de Judá.
Este relato también nos recuerda la importancia de escuchar las advertencias de Dios. Gedalías ignoró las advertencias sobre Ismael, y su confianza en la bondad humana lo llevó a su perdición. Como creyentes, debemos estar atentos a las señales que Dios nos da y no subestimar el poder del pecado en el corazón humano.
Finalmente, la huida a Egipto simboliza la tendencia humana a buscar soluciones temporales en lugar de confiar en la provisión y el plan de Dios. Aunque el pueblo pensó que estaría a salvo en Egipto, en realidad se alejaba aún más de la voluntad de Dios. Esta historia nos desafía a confiar en Dios, incluso en medio de la incertidumbre y el caos, sabiendo que Él tiene el control de todas las cosas.