Biblia Sagrada

El Llamado de Amos: Justicia y Juicio en Samaria

**El Llamado de Dios a Israel: Un Mensaje de Justicia y Juicio**

En los días en que el reino de Israel estaba dividido, y el pueblo de Dios vivía en medio de la prosperidad pero también de la corrupción, el profeta Amos recibió una palabra del Señor. Era un hombre sencillo, un pastor de ovejas y cultivador de higos, pero Dios lo había llamado para llevar un mensaje urgente a Su pueblo. Amos no era un profeta de profesión, ni pertenecía a los círculos religiosos de la época, pero su voz resonaría con autoridad divina.

El sol brillaba intensamente sobre las colinas de Samaria, la capital del reino del norte. La ciudad estaba llena de lujos: palacios adornados con marfil, casas de piedra labrada y mercados repletos de bienes. Sin embargo, detrás de esta apariencia de prosperidad, se escondía una profunda injusticia. Los ricos oprimían a los pobres, los jueces aceptaban sobornos, y los líderes religiosos habían convertido el culto a Dios en una mera formalidad, vacía de verdadera devoción.

Fue en este contexto que Amos recibió la palabra del Señor: «Oíd esta palabra que ha hablado el Señor contra vosotros, hijos de Israel, contra toda la familia que hice subir de la tierra de Egipto» (Amós 3:1). La voz de Dios era clara y solemne, como el trueno que precede a una tormenta. Amos sabía que no podía guardar silencio. El mensaje que llevaría no sería de consuelo, sino de advertencia y juicio.

Amos comenzó a predicar en las calles de Samaria, su voz resonando entre las multitudes. «Escuchen, pueblo de Israel», clamó, «Dios les dice: ‘Solo a ustedes he escogido entre todas las familias de la tierra. Por eso los castigaré por todas sus maldades'» (Amós 3:2). El pueblo se detenía a escuchar, algunos con curiosidad, otros con incredulidad. ¿Cómo podía Dios castigar a Su propio pueblo, a quienes había sacado de Egipto con mano poderosa y les había dado la tierra prometida?

Amos continuó, usando imágenes vívidas para ilustrar su mensaje. «¿Andarán dos juntos, si no están de acuerdo? ¿Rugirá el león en el bosque sin haber presa? ¿Caerá el pájaro en la trampa si no hay cebo?» (Amós 3:3-5). Con estas preguntas retóricas, el profeta dejaba claro que nada sucede sin una causa. Así como el rugido del león anuncia su ataque, las acciones de Israel habían provocado el juicio de Dios. El pueblo había abandonado el pacto, había olvidado la justicia y la misericordia, y ahora las consecuencias eran inevitables.

Amos miró a los rostros de quienes lo escuchaban. Algunos se burlaban, otros se inquietaban. Sabía que su mensaje no sería bien recibido, pero no podía callar. «Cuando suene la trompeta en la ciudad, ¿no temblará el pueblo? ¿Habrá algún mal en la ciudad que el Señor no haya hecho?» (Amós 3:6). El profeta les recordaba que Dios es soberano, que nada escapa a Su control. Incluso el mal que vendría sobre ellos sería permitido por Él como disciplina.

La voz de Amos se elevó aún más, llena de pasión y tristeza. «Porque el Señor no hace nada sin revelar su secreto a sus siervos los profetas. El león ha rugido; ¿quién no temerá? El Señor ha hablado; ¿quién no profetizará?» (Amós 3:7-8). Amos no era más que un instrumento en las manos de Dios, un mensajero que debía anunciar lo que el Señor le había revelado. No podía evitar sentir el peso de la responsabilidad, pero también la certeza de que su mensaje era verdadero.

El profeta continuó describiendo el juicio que vendría. «Proclámenlo en los palacios de Asdod y en los palacios de la tierra de Egipto, y digan: ‘Reúnanse sobre los montes de Samaria, y vean el gran alboroto en medio de ella, y las opresiones en medio de ella'» (Amós 3:9). Las naciones vecinas serían testigos de la caída de Israel, de cómo su orgullo y su injusticia los llevarían a la ruina. Los palacios de marfil serían destruidos, las casas de piedra labrada quedarían en ruinas, y los altares idolátricos serían derribados.

Amos miró hacia el horizonte, como si pudiera ver el futuro que se avecinaba. «Así ha dicho el Señor: ‘Como el pastor libra de la boca del león dos piernas o un pedazo de una oreja, así escaparán los hijos de Israel que habitan en Samaria'» (Amós 3:12). Solo un remanente sobreviviría al juicio, como un pequeño trozo rescatado de las fauces de un león. Era una imagen desoladora, pero también una advertencia clara: el tiempo de arrepentimiento se estaba agotando.

El profeta concluyó su mensaje con una descripción vívida de la destrucción que vendría. «Oíd, y testificad contra la casa de Jacob, dice el Señor Dios, el Dios de los ejércitos. Que en el día que castigue a Israel por sus rebeliones, también castigaré los altares de Betel; y serán cortados los cuernos del altar, y caerán a tierra» (Amós 3:13-14). Betel, el lugar donde el rey Jeroboam había erigido un becerro de oro para que el pueblo lo adorara, sería destruido. Los altares que habían sido centros de idolatría serían derribados, y la falsa seguridad del pueblo sería arrancada de raíz.

Amos se retiró de la multitud, su corazón pesado pero fiel a su llamado. Sabía que su mensaje no cambiaría de inmediato el corazón del pueblo, pero confiaba en que la palabra de Dios no volvería vacía. El juicio era inevitable, pero también lo era la misericordia de Dios para aquellos que se arrepintieran.

Y así, en medio de la opulencia y la corrupción de Samaria, la voz de Amos resonó como un llamado urgente a la justicia y al arrepentimiento. Era un recordatorio de que Dios no puede ser burlado, de que Su pacto exige fidelidad, y de que Su juicio, aunque severo, es siempre justo. El pueblo de Israel tenía una elección: volverse a Dios o enfrentar las consecuencias de su rebelión. Y en ese momento crucial, la voz de un humilde pastor se alzó como un eco del corazón de Dios, clamando por justicia y misericordia en medio de un mundo que había olvidado Su ley.

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