Biblia Sagrada

El Lavado de los Pies: Humildad y Amor en Acción

**El Lavado de los Pies: Una Lección de Humildad y Amor**

Era la noche antes de la Pascua, y Jerusalén estaba llena de peregrinos que habían llegado de todas partes para celebrar la fiesta. El aire estaba cargado de expectación, pero también de tensión. Jesús sabía que su hora había llegado. Había amado a los suyos, a los que estaban en el mundo, y los amó hasta el fin. En un aposento alto, preparado para la cena, Jesús y sus discípulos se reunieron. Las lámparas de aceite iluminaban suavemente la habitación, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de piedra. El aroma del pan sin levadura y del cordero asado llenaba el aire, recordando la liberación de Israel de Egipto.

Jesús, con serenidad en su rostro, se levantó de la mesa. Los discípulos, cansados del día, conversaban entre sí, algunos discutiendo sobre quién sería el mayor en el reino que Jesús proclamaba. Pero algo inesperado ocurrió. Jesús se quitó su manto exterior y, tomando una toalla, se la ciñó alrededor de la cintura. Luego, vertió agua en un lebrillo y comenzó a lavar los pies de sus discípulos, secándolos con la toalla que llevaba.

El silencio se apoderó de la habitación. Los discípulos, incómodos, intercambiaron miradas de asombro. Lavar los pies era una tarea reservada para los siervos, para los más humildes. Pedro, siempre impulsivo, no pudo contener su desconcierto. «Señor, ¿tú me lavas los pies a mí?», preguntó con voz temblorosa. Jesús, con una mirada llena de amor y paciencia, respondió: «Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora, pero lo entenderás después». Pedro, aún resistiéndose, exclamó: «¡No me lavarás los pies jamás!». Jesús, con firmeza pero con ternura, le dijo: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Entonces Pedro, con el corazón quebrantado, respondió: «Señor, no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza».

Jesús continuó lavando los pies de cada uno de sus discípulos, incluyendo a Judas Iscariote, quien ya había decidido en su corazón traicionarlo. Cada movimiento de Jesús era un acto de amor incondicional, un ejemplo de humildad que trascendía toda comprensión humana. Al terminar, Jesús se volvió a sentar y les dijo: «¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis».

Las palabras de Jesús resonaron en el corazón de cada discípulo. No se trataba solo de un acto de servicio, sino de una lección profunda sobre el amor y la humildad. Jesús les estaba mostrando que el verdadero liderazgo no se mide por el poder o la posición, sino por la disposición a servir a los demás. «En verdad, en verdad os digo», continuó Jesús, «el siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que lo envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las practicáis».

La habitación quedó en silencio, solo interrumpido por el crepitar de las lámparas. Los discípulos, conmovidos, comenzaron a entender que el reino de Jesús no era como los reinos de este mundo. No se trataba de títulos ni de honores, sino de amor sacrificial y servicio desinteresado. Jesús, el Hijo de Dios, había tomado la forma de siervo para mostrarles el camino.

Pero en medio de esta enseñanza, Jesús también reveló algo perturbador. «No todos estáis limpios», dijo, refiriéndose a Judas. Aunque había lavado sus pies, el corazón de Judas estaba lejos de él. Jesús conocía la traición que se avecinaba, pero aún así, en un acto de amor incondicional, le lavó los pies. Este gesto era un recordatorio de que el amor de Dios no depende de nuestra fidelidad, sino de su gracia.

Al final de la cena, Jesús les dio un mandamiento nuevo: «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros». Estas palabras sellaron la lección de esa noche. El amor no era solo un sentimiento, sino una acción, un servicio, una entrega.

Los discípulos salieron de aquel aposento con el corazón transformado. Aunque no entendían completamente todo lo que Jesús les había enseñado, sabían que algo profundo había ocurrido. El Maestro les había mostrado el camino del amor, un camino que los llevaría a vivir de una manera radicalmente diferente. Y así, con el ejemplo de Jesús grabado en sus corazones, se prepararon para lo que vendría, sabiendo que el amor y la humildad serían sus mayores armas en un mundo lleno de oscuridad.

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