**La Historia de Jerusalén: Una Alegoría de la Infidelidad y la Redención**
En los días en que el profeta Ezequiel recibía las palabras del Señor, una visión poderosa y llena de significado fue revelada. El Señor le dijo: «Hijo de hombre, haz conocer a Jerusalén sus abominaciones». Y así, Ezequiel comenzó a relatar la historia de Jerusalén, no como una simple ciudad, sino como una mujer, una esposa infiel que representaba al pueblo de Israel.
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**El Origen Humilde**
En el principio, Jerusalén era como una niña abandonada, recién nacida y desamparada. Sus padres no la habían limpiado ni cortado el cordón umbilical. No había sido envuelta en pañales ni recibido el cuidado que todo recién nacido merece. Fue arrojada a un campo abierto, expuesta a los elementos, sin que nadie se compadeciera de ella. En su primer día de vida, estaba destinada a perecer.
Pero el Señor, en su misericordia, pasó por allí. Al verla revolcándose en su propia sangre, le dijo: «¡Vive!». Y así, la niña creció y se desarrolló, pero aún estaba desnuda y vulnerable. El Señor la cubrió con su manto y la cuidó como un padre cuida a su hija. Le dio joyas y vestidos finos, y la adornó con belleza. Con el tiempo, Jerusalén se convirtió en una mujer hermosa, famosa por su esplendor.
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**El Pacto Matrimonial**
Cuando Jerusalén llegó a la edad de casarse, el Señor extendió su manto sobre ella y entró en un pacto de matrimonio. La purificó con agua, lavó la sangre de su infancia y la ungió con aceite. Le dio vestidos bordados, sandalias de cuero fino, un tocado de lino y un manto de seda. La adornó con joyas: brazaletes, un collar, un anillo en la nariz y aretes en las orejas. Le puso una corona de oro en la cabeza.
Jerusalén se convirtió en una reina, famosa entre las naciones por su belleza y esplendor, porque el Señor la había vestido con su gloria. Pero ella, en su orgullo, olvidó quién la había rescatado y adornado. Se enalteció y comenzó a confiar en su propia belleza, olvidando al que la había hecho prosperar.
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**La Infidelidad de Jerusalén**
A pesar de todo lo que el Señor había hecho por ella, Jerusalén se volvió infiel. Usó la belleza y los dones que había recibido para prostituirse. Construyó lugares altos y se entregó a la idolatría, adorando a dioses extraños. Tomó las joyas y los vestidos que el Señor le había dado y los usó para honrar a ídolos de madera y piedra. Ofreció incienso y sacrificios a dioses que no podían salvar.
Peor aún, Jerusalén no solo se prostituyó con los dioses de las naciones, sino que también sacrificó a sus propios hijos, entregándolos al fuego como ofrendas a los ídolos. Su infidelidad no tuvo límites. Se unió a los egipcios, a los asirios y a los babilonios, buscando protección y placer en lugar de confiar en el Señor. Se convirtió en una ramera, vendiéndose al mejor postor y olvidando el pacto que había hecho con su esposo.
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**El Juicio del Señor**
El Señor, lleno de ira y dolor, declaró: «Porque has olvidado los días de tu juventud, cuando estabas desnuda y desamparada, y te has entregado a la idolatría y la prostitución, yo te juzgaré como juzgan a las adúlteras y a las que derraman sangre inocente».
El Señor reunió a todos sus amantes, aquellos en quienes Jerusalén había confiado, y los expuso a la vergüenza. Las naciones que una vez la admiraron ahora la despreciarían. Sus lugares altos serían destruidos, sus ídolos derribados, y sus hijos llevados al cautiverio. Jerusalén sería entregada en manos de sus enemigos, y su belleza se convertiría en cenizas.
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**La Promesa de Restauración**
Sin embargo, en medio del juicio, el Señor recordó el pacto que había hecho con Jerusalén en los días de su juventud. Aunque ella había sido infiel, el Señor permaneció fiel. Él declaró: «Estableceré contigo un pacto eterno, y sabrás que yo soy el Señor, para que te acuerdes y te avergüences, y nunca más abras tu boca a causa de tu vergüenza, cuando te haya perdonado todo lo que hiciste».
El Señor prometió restaurar a Jerusalén, limpiarla de su inmundicia y devolverle su esplendor. Le daría un corazón nuevo y un espíritu nuevo, y ella volvería a ser su esposa fiel. Las naciones verían la obra del Señor y reconocerían su poder y su misericordia.
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**Conclusión**
Así terminó la visión de Ezequiel, una historia de amor, infidelidad, juicio y redención. Jerusalén, la ciudad amada, había sido infiel, pero el Señor, en su gracia, prometió restaurarla. Esta historia no solo hablaba de una ciudad, sino de todos aquellos que, habiendo sido rescatados por Dios, se apartan de él. Pero también era un recordatorio de que el amor de Dios es más fuerte que la infidelidad humana, y que su misericordia siempre ofrece una segunda oportunidad.
Y así, el profeta Ezequiel transmitió el mensaje del Señor: «Yo soy el Señor, tu Dios, y no hay otro como yo. Aunque te hayas apartado, yo te traeré de vuelta. Porque mi amor por ti es eterno, y mi pacto contigo nunca será quebrantado».