**La Visión de la Tierra Repartida: Ezequiel 48**
En los días finales de la restauración de Israel, el profeta Ezequiel recibió una visión detallada y gloriosa de cómo la tierra prometida sería repartida entre las doce tribus de Israel. Esta visión no solo era un mensaje de esperanza para el pueblo exiliado, sino también un recordatorio de la fidelidad de Dios y su plan perfecto para su pueblo.
El Señor llevó a Ezequiel en espíritu a una tierra renovada, una tierra que fluía con la bendición divina. Era un lugar de orden, justicia y santidad, donde cada tribu tendría su porción y donde la presencia de Dios habitaría en medio de su pueblo. La tierra estaba dividida en franjas longitudinales que corrían de este a oeste, desde el río Jordán hasta el Mar Mediterráneo. Cada franja correspondía a una tribu, y en el centro de todo estaba la porción sagrada, reservada para el Señor, el santuario y la ciudad santa.
La visión comenzó con la descripción de la porción más al norte, asignada a la tribu de Dan. Era una tierra fértil, llena de viñedos y olivares, donde los hijos de Dan habitarían en paz y prosperidad. Al sur de Dan estaba la porción de Aser, una tierra rica en trigo y aceite, donde sus habitantes alabarían al Señor por su provisión. Luego venía la tribu de Neftalí, cuya porción se extendía junto a las aguas del mar de Galilea, un lugar de pesca abundante y belleza serena.
Más al sur estaba la tribu de Manasés, cuya herencia incluía colinas y valles, donde pastarían los rebaños y crecerían los frutos de la tierra. Le seguía la tribu de Efraín, cuya porción era amplia y fértil, un recordatorio de la bendición que Jacob había pronunciado sobre sus descendientes. Después venía la tribu de Rubén, cuya tierra estaba llena de pastos verdes, ideales para el ganado que siempre había sido su orgullo.
En el centro de todas estas porciones estaba la franja sagrada, reservada para el Señor. Esta porción medía veinticinco mil codos de ancho y se extendía de este a oeste, desde el Jordán hasta el mar. Dentro de esta franja estaba el santuario, el lugar más santo de todos, donde el templo del Señor sería construido. El santuario estaba rodeado por una porción para los sacerdotes, los hijos de Sadoc, quienes habían permanecido fieles al Señor incluso en los tiempos de apostasía. Esta tierra era santa, consagrada para el servicio de Dios.
Junto a la porción de los sacerdotes estaba la porción de los levitas, quienes también servirían en el templo y cuidarían de las cosas sagradas. Su tierra era un recordatorio de que el servicio a Dios es un privilegio y una responsabilidad sagrada. Al sur de la porción sagrada estaba la porción para la ciudad santa, Jerusalén, que sería reconstruida como un lugar de justicia y paz. La ciudad tendría doce puertas, cada una nombrada en honor a una de las tribus de Israel, simbolizando la unidad del pueblo de Dios.
Continuando hacia el sur, la siguiente porción correspondía a la tribu de Benjamín, cuya tierra estaba cerca de la ciudad santa. Era un lugar de gran importancia estratégica y espiritual, donde los benjaminitas serían guardianes de la santidad de Jerusalén. Luego venía la tribu de Simeón, cuya porción incluía tierras desérticas transformadas en jardines florecientes, un testimonio del poder restaurador de Dios.
La tribu de Isacar recibió una tierra rica en agricultura, donde sus habitantes trabajarían la tierra con alegría y gratitud. Le seguía la tribu de Zabulón, cuya porción se extendía hacia el mar, un lugar de comercio y prosperidad. Finalmente, en el extremo sur estaba la porción de Gad, una tierra de colinas y ríos, donde los gaditas habitarían en seguridad y paz.
Cada porción de tierra era un reflejo de la promesa de Dios a sus hijos. No era solo una distribución geográfica, sino una manifestación de la gracia y el cuidado divino. Cada tribu tenía su lugar, su herencia, y todas estaban conectadas por la porción sagrada en el centro, donde el Señor habitaba. Era un recordatorio de que Dios es el centro de todo, la fuente de toda bendición y el fundamento de toda esperanza.
Ezequiel contempló esta visión con asombro y reverencia. Vio cómo el pueblo de Israel, una vez disperso y desanimado, sería reunido y restaurado. Vio cómo la tierra, una vez desolada, sería transformada en un jardín de bendiciones. Y sobre todo, vio cómo la presencia de Dios volvería a habitar en medio de su pueblo, santificándolos y guiándolos en justicia.
Al final de la visión, el Señor le dijo a Ezequiel: «Esta es la tierra que repartirás por suerte a las tribus de Israel, y estas serán sus porciones. Será para ellos una herencia eterna, y yo seré su Dios para siempre». Ezequiel supo entonces que esta visión no era solo para su tiempo, sino para todos los que esperan en las promesas de Dios. Era un mensaje de restauración, de unidad y de la fidelidad inquebrantable del Señor.
Y así, el profeta escribió estas palabras, para que las generaciones futuras supieran que, aunque el camino sea largo y difícil, el plan de Dios es perfecto, y su promesa es segura. La tierra repartida era un anticipo del reino venidero, donde Dios reinará para siempre, y su pueblo vivirá en paz y comunión con Él.