**El Salmo 52: La Caída del Orgulloso y la Fidelidad de Dios**
En los días antiguos, cuando los reinos de Israel estaban divididos y la justicia a menudo era pisoteada por los poderosos, hubo un hombre llamado Doeg, edomita de nacimiento, pero que había ascendido a una posición de gran influencia en la corte del rey Saúl. Doeg era conocido por su astucia y su lengua afilada, capaz de manipular las palabras para su beneficio. Era un hombre orgulloso, que confiaba en su riqueza y en su capacidad para engañar a otros. Vivía en la opulencia, rodeado de lujos, y su corazón se había endurecido como el hierro, sin temor a Dios.
Un día, el profeta Samuel, guiado por el Espíritu de Dios, llegó a la casa de un hombre piadoso llamado Ahimelec, sacerdote de Nob. Ahimelec era un hombre recto, que temía al Señor y servía en el tabernáculo con devoción. Samuel le entregó un mensaje de Dios, y Ahimelec, sin saberlo, también ayudó a David, quien huía de la ira del rey Saúl. David, ungido por Dios como futuro rey, estaba en necesidad de pan y una espada, y Ahimelec, confiando en la bondad de Dios, le proporcionó lo que necesitaba.
Doeg, que casualmente estaba presente en Nob ese día, observó todo con ojos astutos. No dijo nada en ese momento, pero en su corazón ya tramaba cómo usar esta información para ganar el favor del rey Saúl. Regresó a la corte y, con una sonrisa falsa, se presentó ante el rey. Con palabras hábiles y llenas de malicia, acusó a Ahimelec de traición, diciendo: «He visto a David, el enemigo de tu reino, recibir ayuda del sacerdote Ahimelec. Este hombre ha conspirado contra ti, oh rey, y ha dado provisiones y armas a quien busca derrocarte».
Saúl, consumido por la paranoia y el celo, creyó las palabras de Doeg. En su ira, ordenó que Ahimelec y todos los sacerdotes de Nob fueran ejecutados. Doeg, con un corazón lleno de maldad, no solo cumplió la orden del rey, sino que la llevó a cabo con crueldad extrema. Mató a ochenta y cinco sacerdotes ese día, hombres que servían fielmente a Dios, y luego arrasó la ciudad de Nob, dejando solo desolación y muerte.
Mientras Doeg regresaba a la corte, su corazón se llenó de orgullo. Se jactaba de su poder y de cómo había ganado el favor del rey. Pensaba que su riqueza y su astucia lo protegerían para siempre. Pero Dios, que ve todas las cosas, no permaneció en silencio. El Señor, que es justo y verdadero, observó las acciones de Doeg y preparó su juicio.
David, al enterarse de la masacre, se entristeció profundamente y clamó a Dios en oración. En su angustia, escribió el Salmo 52, un canto que denunciaba la maldad de Doeg y exaltaba la fidelidad de Dios. David escribió:
*»¿Por qué te jactas de hacer el mal, oh poderoso?
El amor de Dios permanece para siempre.
Tu lengua maquina destrucción,
como navaja afilada, oh engañador.
Amas el mal más que el bien,
la mentira más que la verdad.
Amas toda palabra que destruye,
oh lengua engañosa.»*
David sabía que, aunque Doeg parecía invencible en su maldad, Dios no permitiría que su injusticia quedara sin castigo. Continuó su salmo, diciendo:
*»Pero Dios te derribará para siempre;
te arrancará de tu morada
y te desarraigará de la tierra de los vivientes.
Los justos lo verán y temerán,
y se reirán de él, diciendo:
‘He aquí el hombre que no puso a Dios por su fortaleza,
sino que confió en la abundancia de sus riquezas
y se fortaleció en su maldad.'»*
Y así sucedió. Doeg, confiado en su poder y riqueza, continuó su vida de engaño y maldad. Pero un día, mientras cabalgaba por su vasta propiedad, su caballo tropezó y lo arrojó al suelo. Doeg, acostumbrado a la comodidad y el lujo, no pudo soportar el golpe. Sus siervos lo llevaron a su casa, pero su cuerpo no se recuperó. Las heridas se infectaron, y su salud decayó rápidamente. En su lecho de muerte, Doeg clamó por ayuda, pero no hubo quien lo escuchara. Sus riquezas no pudieron salvarlo, y su lengua, antes tan hábil para el engaño, solo pudo gemir en agonía.
Mientras tanto, David, aunque perseguido y en el desierto, confiaba en la fidelidad de Dios. Sabía que el Señor era su refugio y su fortaleza. Y así, el Salmo 52 concluye con una declaración de fe:
*»Pero yo soy como olivo verde en la casa de Dios;
en el amor de Dios confío eternamente y para siempre.
Te alabaré para siempre, porque tú lo has hecho así;
y esperaré en tu nombre, porque es bueno,
delante de tus santos.»*
Doeg murió en su orgullo, pero David, aunque humilde y perseguido, floreció como un olivo verde en la casa de Dios. Y así, la justicia de Dios se manifestó, recordándonos que los que confían en su propia fuerza y riqueza caerán, pero los que confían en el Señor serán sostenidos para siempre.