Biblia Sagrada

El Lamento de Jeremías: El Pueblo que Olvidó a Dios

**La Lamentación de Jeremías: Un Pueblo que Abandonó a Dios**

En los días del profeta Jeremías, la tierra de Judá estaba sumida en una profunda decadencia espiritual. El pueblo, que una vez había caminado en los caminos del Señor, se había alejado de Él, entregándose a la idolatría, la mentira y la injusticia. Jeremías, conocido como el «profeta llorón», llevaba en su corazón el peso de la desobediencia de su pueblo y la inminente sentencia de Dios sobre ellos.

El Señor le habló a Jeremías diciendo: «¡Oh, si mi cabeza se convirtiera en aguas y mis ojos en fuentes de lágrimas, para llorar día y noche por los muertos de la hija de mi pueblo!» (Jeremías 9:1). El profeta, con el corazón destrozado, contemplaba la destrucción que se avecinaba. No era solo una amenaza lejana; era una realidad que se cernía sobre Jerusalén como una nube oscura. El pueblo había abandonado a Dios, y ahora enfrentaría las consecuencias de sus acciones.

Jeremías caminó por las calles de Jerusalén, observando a su alrededor. Los mercados estaban llenos de gente, pero no había honestidad en sus tratos. Los comerciantes engañaban a sus clientes con balanzas falsas, y los ricos oprimían a los pobres sin compasión. Los labios de los hombres estaban llenos de mentiras, y sus corazones, endurecidos por el pecado, no sentían remordimiento alguno. «Engaño sobre engaño, mentira sobre mentira», murmuraba Jeremías, recordando las palabras del Señor. «Se niegan a conocerme» (Jeremías 9:6).

El profeta se dirigió a las afueras de la ciudad, donde los campos una vez fértiles ahora estaban secos y agrietados por la sequía. Las viñas, que antes daban uvas jugosas, estaban marchitas. Era como si la tierra misma estuviera lamentando el pecado de sus habitantes. Jeremías se arrodilló en el polvo, sintiendo el peso de la desolación. «¿Quién es el hombre sabio que entienda esto?», clamó al cielo. «¿Quién puede explicar por qué la tierra está arruinada y desierta como un desierto?» (Jeremías 9:12).

Dios le respondió con una voz clara y solemne: «Porque abandonaron mi ley, que yo puse delante de ellos; no obedecieron mi voz ni anduvieron conforme a ella. En cambio, siguieron la terquedad de su corazón y fueron tras los baales, como les enseñaron sus padres» (Jeremías 9:13-14). El Señor no podía pasar por alto el pecado de Su pueblo. Su justicia demandaba que el mal fuera juzgado, pero Su corazón estaba lleno de dolor por la destrucción que tendría que traer.

Jeremías lloró amargamente, imaginando el día en que los ejércitos enemigos rodearían Jerusalén. Escuchó en su espíritu el sonido de las trompetas de guerra y el clamor de las madres que lloraban por sus hijos caídos. «Así dice el Señor de los ejércitos: Consideren esto y llamen a las plañideras para que vengan; envíen a buscar a las más hábiles, para que vengan y se apresuren a entonar sobre nosotros lamentos, hasta que nuestros ojos se desborden de lágrimas y nuestros párpados fluyan con aguas» (Jeremías 9:17-18).

El profeta sabía que el juicio de Dios era inevitable, pero también conocía la misericordia del Señor. Entre las palabras de condena, había un llamado al arrepentimiento. «Que no se gloríe el sabio en su sabiduría, ni el poderoso en su poder, ni el rico en su riqueza. Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe en esto: en entenderme y conocerme, pues yo soy el Señor, que hago misericordia, derecho y justicia en la tierra, porque en estas cosas me complazco» (Jeremías 9:23-24).

Jeremías regresó a la ciudad con un mensaje urgente. Reunió a los ancianos, a los sacerdotes y a cualquier persona que quisiera escuchar. Les habló de la necesidad de volverse a Dios, de abandonar sus ídolos y de buscar la justicia. Pero muchos se burlaron de él, diciendo: «¿Por qué hablas de destrucción? Somos el pueblo escogido de Dios. Él no nos abandonará».

El profeta suspiró, sabiendo que sus palabras caían en oídos sordos. Aun así, continuó proclamando la verdad, porque era fiel a su llamado. Mientras caminaba por las calles, veía a los niños jugando y a las familias compartiendo comidas, como si nada malo pudiera suceder. Pero Jeremías sabía que la paz era solo una ilusión. El juicio estaba a las puertas.

Finalmente, llegó el día en que los ejércitos de Babilonia rodearon Jerusalén. El sonido de las trompetas de guerra resonó en el aire, y el clamor de la gente llenó las calles. Las madres lloraban por sus hijos, y los hombres se escondían en sus casas, temerosos de lo que vendría. Jeremías, desde las murallas de la ciudad, miró hacia el horizonte y vio el humo de los incendios y las banderas enemigas ondeando en la distancia.

En medio del caos, el profeta recordó las palabras de Dios: «No se gloríe el sabio en su sabiduría, ni el poderoso en su poder, ni el rico en su riqueza». Ahora, todo lo que el pueblo había confiado—su fuerza, su riqueza, su sabiduría—se desvanecía como humo. Solo quedaba una esperanza: volverse a Dios.

Jeremías lloró por su pueblo, pero también oró por su restauración. Sabía que, aun en medio del juicio, el amor de Dios no se había extinguido. «Porque así dice el Señor: Como traje sobre este pueblo todo este gran mal, así traeré sobre ellos todo el bien que les prometo» (Jeremías 32:42). Aunque la destrucción era inminente, la misericordia de Dios siempre encontraba una manera de abrirse paso.

Y así, en medio de las ruinas de Jerusalén, Jeremías mantuvo viva la esperanza. Sabía que, algún día, Dios restauraría a Su pueblo y haría un nuevo pacto con ellos. Un pacto escrito no en tablas de piedra, sino en los corazones de aquellos que lo amaban. Hasta entonces, el profeta continuaría llorando, orando y proclamando la verdad, confiando en que el Señor cumpliría Sus promesas.

**Fin**

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