Biblia Sagrada

El Río de la Redención: Promesas de Dios en el Exilio

**El Río de la Redención**

En los días del profeta Isaías, cuando el pueblo de Israel se encontraba en el exilio, lejos de su tierra prometida, el Señor habló a su siervo con palabras de consuelo y esperanza. El cielo sobre Babilonia parecía pesado, cargado de nubes grises que reflejaban el desánimo del pueblo. Los israelitas, dispersos entre extraños, clamaban en sus corazones: «¿Nos ha abandonado el Señor? ¿Se ha olvidado de su pacto con nuestros padres?» Pero el Señor, fiel a su promesa, levantó su voz como un trueno que atraviesa las montañas, y sus palabras resonaron en los oídos de Isaías.

«Pero ahora, así dice el Señor, el que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: No temas, porque yo te he redimido; te he llamado por tu nombre; tú eres mío.»

El profeta, con lágrimas en los ojos, transmitió estas palabras al pueblo. Era como si un rayo de luz hubiera penetrado la oscuridad de su cautiverio. El Señor no los había olvidado. Él los había creado, los había formado, y ahora los llamaba por su nombre. «Tú eres mío», decía el Señor, y esas palabras eran como un abrazo divino que envolvía a cada israelita, recordándoles que pertenecían al Dios de Abraham, Isaac y Jacob.

El profeta continuó: «Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti.»

Estas palabras eran como un escudo protector. Las aguas turbulentas del río Éufrates, que tantas veces habían representado el peligro y la incertidumbre, ya no serían una amenaza. El fuego de las pruebas, que parecía consumirlos, no los destruiría. El Señor mismo sería su refugio y su fortaleza.

Isaías, con voz firme, anunció: «Porque yo soy el Señor, tu Dios, el Santo de Israel, tu Salvador. He dado a Egipto como rescate por ti, a Etiopía y a Seba en tu lugar.»

El pueblo escuchaba con asombro. ¿Cómo podía ser que naciones enteras fueran entregadas a cambio de ellos? Era un misterio profundo, pero el profeta les recordó que el Señor no hacía las cosas como los hombres. Su justicia y su misericordia eran insondables. Él era el Dios que había partido el Mar Rojo y había hecho caminar a sus antepasados por tierra seca. Él era el mismo Dios que ahora prometía liberarlos de Babilonia.

«Porque eres precioso a mis ojos, digno de honra, y yo te amo, daré hombres a cambio de ti, y pueblos a cambio de tu vida.»

El corazón del pueblo se estremecía al escuchar estas palabras. ¿Cómo podían ser preciosos a los ojos de Dios después de tantas rebeliones y pecados? Pero el Señor, en su gracia infinita, los amaba con un amor eterno. No por sus méritos, sino por su fidelidad al pacto que había hecho con sus padres.

Isaías continuó: «No temas, porque yo estoy contigo; desde el oriente traeré tu descendencia, y desde el occidente te reuniré.»

El profeta describió una escena gloriosa: el pueblo de Israel, disperso por los cuatro rincones de la tierra, sería reunido por la mano poderosa de Dios. Desde las tierras lejanas del oriente, donde el sol naciente iluminaba las montañas, hasta las costas del occidente, donde las olas del mar Mediterráneo besaban la tierra, el Señor los traería de vuelta. No habría distancia demasiado grande, ni obstáculo demasiado difícil para el Dios que había creado los cielos y la tierra.

«Diré al norte: ‘¡Entrega!’, y al sur: ‘¡No retengas!’. Trae de lejos a mis hijos, y a mis hijas de los confines de la tierra.»

El pueblo imaginaba a sus hermanos y hermanas, perdidos en tierras extrañas, siendo guiados de regreso a casa por la voz del Señor. Era como si el mismo cielo se abriera para anunciar su liberación. Los ángeles de Dios preparaban el camino, y las naciones que los habían oprimido se verían obligadas a soltarlos.

Isaías, con voz llena de esperanza, declaró: «Todos los llamados por mi nombre, a quienes he creado para mi gloria, a quienes he formado y he hecho.»

El propósito de Dios era claro: su pueblo existía para glorificarle. No eran meros esclavos liberados, sino hijos e hijas destinados a reflejar la gloria de su Creador. Cada uno de ellos, desde el más pequeño hasta el más grande, tenía un lugar en el plan divino.

El profeta concluyó con una promesa que resonaría por generaciones: «Yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay salvador. Yo anuncié, salvé e hice oír; no hubo dios extraño entre vosotros. Vosotros sois mis testigos, dice el Señor, que yo soy Dios.»

El pueblo de Israel, al escuchar estas palabras, sintió que una nueva esperanza nacía en sus corazones. El Señor no solo los liberaría de Babilonia, sino que los convertiría en testigos de su poder y su amor. Ellos serían la luz que iluminaría a las naciones, recordándoles que no hay otro Dios como el Señor.

Y así, en medio del exilio, el pueblo de Israel comenzó a cantar un nuevo cántico. Las aguas del río Éufrates, que antes parecían insuperables, ahora eran un recordatorio de la promesa de Dios: «Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo.» El fuego de las pruebas ya no los consumiría, porque el Señor mismo caminaría con ellos a través de las llamas.

El profeta Isaías, con el corazón lleno de gratitud, levantó sus ojos al cielo y susurró: «Gracias, Señor, porque tú eres nuestro Redentor, nuestro Salvador, y nuestro Dios.» Y en ese momento, el pueblo supo que, aunque el camino de regreso a casa sería largo y difícil, nunca estarían solos. El Dios que había creado los cielos y la tierra caminaría con ellos, guiándolos hacia la tierra prometida, hacia la libertad, y hacia su eterno hogar en Él.

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