**El Peregrino y el Santuario de Dios**
En los días antiguos, cuando las tribus de Israel subían a Jerusalén para adorar en el templo del Señor, había un hombre llamado Eliab, de la tribu de Judá, quien vivía en una aldea remota cerca de las montañas. Eliab era un hombre de corazón sencillo, pero su alma anhelaba la presencia de Dios. Desde su juventud, había escuchado las historias de sus padres sobre la gloria del santuario del Señor, donde los sacerdotes ofrecían sacrificios y los levitas cantaban alabanzas al Altísimo. Estas historias habían encendido en su corazón un deseo profundo de estar en ese lugar santo.
Un día, mientras meditaba en las palabras del salmista que decían: *»¡Cuán amables son tus moradas, oh Señor de los ejércitos! Mi alma anhela y aun ardientemente desea los atrios del Señor; mi corazón y mi carne claman por el Dios vivo»* (Salmo 84:1-2), Eliab sintió un llamado irresistible. Decidió que, a pesar de la distancia y los peligros del camino, emprendería la peregrinación hacia Jerusalén para estar en la casa de Dios.
Con una provisión escasa pero con un corazón lleno de fe, Eliab comenzó su viaje. Caminó por valles sombríos y subió colinas empinadas. El sol ardiente de mediodía y el frío de la noche no lo desanimaron, pues su mente estaba fija en la promesa de encontrarse con Dios en su santuario. Mientras caminaba, recordaba las palabras del salmo: *»Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos. Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente, cuando la lluvia llena los estanques»* (Salmo 84:5-6). Estas palabras lo consolaban, pues sabía que, aunque el camino fuera difícil, Dios lo fortalecería y transformaría sus lágrimas en bendiciones.
En su travesía, Eliab se encontró con otros peregrinos que también iban hacia Jerusalén. Juntos, compartían historias de cómo Dios los había guiado y protegido. Uno de ellos, un anciano llamado Simeón, le contó cómo, años atrás, había sido sanado de una enfermedad grave después de orar en el templo. Otro, una joven llamada Rut, habló de cómo su familia había sido librada de la hambruna gracias a las provisiones que recibieron de los sacerdotes del Señor. Estas testimonies llenaron el corazón de Eliab de esperanza y gratitud.
Al acercarse a Jerusalén, Eliab comenzó a sentir una emoción indescriptible. Las murallas de la ciudad santa se alzaban imponentes ante sus ojos, y el sonido de las trompetas que anunciaban las horas de oración resonaba en el aire. Cuando finalmente entró en los atrios del templo, su corazón se llenó de una paz profunda. El aroma del incienso, el sonido de los cánticos de los levitas y la vista del altar donde se ofrecían los sacrificios lo abrumaron de gozo.
Eliab se postró ante el Señor y oró con lágrimas en los ojos: *»Un día en tus atrios es mejor que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad»* (Salmo 84:10). En ese momento, sintió la presencia de Dios de una manera tangible, como si el cielo mismo se hubiera abierto para recibir su adoración.
Después de varios días en Jerusalén, Eliab supo que era hora de regresar a su aldea. Pero su corazón ya no era el mismo. Había experimentado la bondad de Dios en el santuario, y su fe se había fortalecido. Mientras emprendía el viaje de regreso, llevaba consigo no solo recuerdos, sino una promesa en su corazón: *»Porque sol y escudo es el Señor Dios; gracia y gloria dará el Señor. No quitará el bien a los que andan en integridad»* (Salmo 84:11).
Años más tarde, Eliab se convirtió en un líder en su aldea, compartiendo con otros las maravillas que había visto y experimentado en la casa de Dios. Su vida fue un testimonio viviente de que aquellos que buscan al Señor con todo su corazón encontrarán gozo y fortaleza en su presencia. Y así, la historia de Eliab, el peregrino que anhelaba los atrios del Señor, se convirtió en un recordatorio para generaciones futuras de que la verdadera bienaventuranza se encuentra en estar cerca de Dios.
**Fin.**