**La Ley de la Levirato y la Justicia en Israel**
En los días en que Israel habitaba en la tierra prometida, bajo la dirección de Moisés, el pueblo recibió las leyes y los mandamientos que debían seguir para vivir en justicia y santidad delante del Señor. Entre estas leyes, se encontraba una que hablaba de la responsabilidad familiar y la preservación del nombre de una familia. Esta ley, conocida como la ley del levirato, estaba escrita en el libro de Deuteronomio, capítulo 25, y era un recordatorio de la importancia de la justicia y la misericordia en el pueblo de Dios.
Había en una aldea cercana a Hebrón un hombre llamado Eliab, de la tribu de Judá. Eliab era un hombre justo y temeroso de Dios, que había trabajado diligentemente en su campo para proveer para su familia. Tenía un hermano menor llamado Seled, quien era conocido por su carácter amable y su disposición a ayudar a los demás. Seled se había casado con una mujer llamada Noemí, una joven de gran belleza y virtud. Sin embargo, la vida no siempre fue fácil para ellos.
Un día, mientras Seled trabajaba en el campo, una serpiente venenosa lo mordió, y a pesar de los esfuerzos de los aldeanos por salvarle la vida, Seled murió. Noemí quedó devastada, no solo por la pérdida de su esposo, sino también porque no habían tenido hijos. Según la costumbre de Israel, el nombre de Seled corría el riesgo de desaparecer, y su herencia en la tierra prometida podría perderse.
Eliab, como hermano mayor, conocía bien la ley del levirato. En Deuteronomio 25:5-6, se establecía que si dos hermanos vivían juntos y uno de ellos moría sin dejar descendencia, el hermano vivo debía tomar a la viuda como esposa y engendrar un hijo en nombre del difunto. Este hijo llevaría el nombre del hermano fallecido y aseguraría que su legado continuara en Israel. Eliab sabía que esta no era solo una ley, sino un acto de justicia y amor hacia su hermano y hacia Noemí.
Sin embargo, Eliab estaba casado y tenía sus propios hijos. Tomar a Noemí como esposa no sería fácil, y sabía que su esposa, Lea, podría sentirse herida. Pero Eliab recordó las palabras de Moisés: «No se borrará su nombre de Israel». Con un corazón lleno de temor a Dios, Eliab decidió cumplir con su deber.
Fue a la casa de Noemí y le dijo: «Noemí, mi hermano Seled ha partido de este mundo, pero su nombre no debe desaparecer. Según la ley del Señor, yo debo tomarte como esposa y engendrar un hijo en su nombre. ¿Estás dispuesta a aceptar esto?» Noemí, con lágrimas en los ojos, asintió. Sabía que esta era la voluntad de Dios y que Eliab actuaba por justicia y no por interés personal.
Así, Eliab tomó a Noemí como su esposa, y con el tiempo, ella dio a luz un hijo. Lo llamaron Seled, en honor a su padre fallecido. El niño creció bajo la protección de Eliab y Noemí, y toda la aldea celebró el nacimiento, reconociendo que el nombre de Seled no se perdería en Israel. Eliab había cumplido fielmente con la ley del levirato, y su obediencia fue un testimonio de su fe en Dios y su amor por su familia.
Pero no todos en Israel actuaban con la misma integridad. En otra aldea, cerca de Betel, había un hombre llamado Hanán, quien también tenía un hermano fallecido. Sin embargo, Hanán no quería cumplir con la ley del levirato. Su hermano había dejado una viuda llamada Rut, pero Hanán temía que, si tenía un hijo con ella, su propia herencia se vería afectada. Así que, cuando Rut se acercó a él para recordarle su deber, Hanán se negó rotundamente.
Rut, afligida, fue a los ancianos de la ciudad y les contó lo sucedido. Los ancianos, conocedores de la ley, llamaron a Hanán y le recordaron las palabras de Deuteronomio 25:7-10, donde se establecía que si un hombre se negaba a cumplir con su deber, la viuda podía llevarlo ante los ancianos y quitarle su sandalia en señal de deshonra. Además, su casa sería conocida como «la casa del descalzado», un recordatorio perpetuo de su falta de compasión y justicia.
Hanán, avergonzado pero obstinado, se negó a cambiar de opinión. Así que Rut, en presencia de los ancianos, se acercó a él y le quitó la sandalia. Luego, escupió en su presencia, diciendo: «Así se hará con el hombre que no edifica la casa de su hermano». Los ancianos declararon: «En Israel, su nombre será recordado como el descalzado». Y desde ese día, la casa de Hanán fue conocida por su deshonra.
Estas historias se difundieron por toda la tierra de Israel, sirviendo como recordatorios poderosos de la importancia de la justicia, la misericordia y la obediencia a la ley de Dios. La ley del levirato no era simplemente una tradición, sino una expresión del cuidado de Dios por cada familia y por la preservación de su pueblo. Aquellos que la cumplían, como Eliab, eran bendecidos y honrados, mientras que aquellos que la desobedecían, como Hanán, enfrentaban la deshonra y el juicio.
Y así, el pueblo de Israel aprendió que vivir según los mandamientos de Dios no solo traía bendición a sus vidas, sino que también reflejaba el carácter justo y amoroso de su Creador. La ley del levirato, como todas las leyes dadas por Moisés, apuntaba a una verdad más profunda: la fidelidad de Dios hacia su pueblo y su deseo de que ellos vivieran en justicia y santidad, como un testimonio para las naciones.