**La Victoria de Ester y la Salvación del Pueblo Judío**
En aquellos días, después de que el malvado Amán había sido colgado en la horca que él mismo había preparado para Mardoqueo, el rey Asuero entregó a Ester todas las posesiones de Amán, el enemigo de los judíos. Mardoqueo, el primo de Ester, fue llamado ante el rey, quien le entregó el anillo de sello que había pertenecido a Amán. Este anillo era un símbolo de autoridad, y con él, Mardoqueo fue elevado a una posición de gran poder en el reino. Ester, por su parte, fue confirmada como reina, y su influencia ante el rey creció aún más.
Sin embargo, aunque Amán había muerto, el decreto que él había persuadido al rey a emitir seguía vigente. Este decreto, escrito en nombre del rey y sellado con su anillo, ordenaba la destrucción de todos los judíos en el imperio persa en un día específico. El edicto no podía ser revocado, pues las leyes de los medos y los persas eran irrevocables. Ester, llena de angustia por su pueblo, se postró una vez más ante el rey, con lágrimas en los ojos y un corazón quebrantado.
—¡Oh rey! —exclamó Ester, su voz temblorosa pero llena de determinación—. Si he hallado gracia ante tus ojos, y si te place, te ruego que escribas un nuevo decreto que revoque las cartas que Amán, hijo de Hamedata, el agagueo, escribió para destruir a los judíos que están en todas las provincias de tu reino. Porque, ¿cómo podré yo ver el mal que va a venir sobre mi pueblo? ¿Cómo podré ver la destrucción de mi parentela?
El rey Asuero, conmovido por las lágrimas de Ester, extendió su cetro de oro hacia ella, permitiéndole hablar libremente. Con un gesto de bondad, el rey respondió:
—Ester, tú has sido elevada a la posición de reina, y Mardoqueo, tu primo, ha sido honrado en mi corte. Ahora, toma el anillo de sello que le he dado a Mardoqueo y escribe en mi nombre el decreto que consideres mejor para salvar a tu pueblo. Recuerda, sin embargo, que un decreto sellado con el anillo del rey no puede ser revocado, pero puedes escribir uno nuevo que lo contrarreste.
Ester y Mardoqueo actuaron con rapidez. Mardoqueo, vestido con ropas reales de púrpura y lino fino, con una corona de oro en su cabeza, se sentó en la plaza de la ciudad, donde todos podían verlo. Los judíos de Susa, al verlo, se llenaron de alegría y esperanza. Mardoqueo dictó un nuevo decreto, escrito en nombre del rey Asuero y sellado con el anillo real. Este decreto permitía a los judíos defenderse de cualquier ataque en el día que había sido designado para su destrucción.
El decreto fue escrito en todas las lenguas de las provincias del imperio y enviado a cada rincón del reino por medio de mensajeros veloces montados en caballos reales. Las cartas fueron llevadas a los sátrapas, gobernadores y príncipes de las provincias, desde la India hasta Etiopía, en las ciento veintisiete provincias del imperio. El contenido del decreto era claro: los judíos tenían permiso para reunirse y protegerse, para destruir, matar y aniquilar a cualquier fuerza armada que los atacara, junto con sus mujeres y niños, y para saquear sus bienes.
Cuando el decreto llegó a las provincias, los judíos se llenaron de alegría y regocijo. En cada ciudad y aldea donde llegó la noticia, hubo festejos y celebraciones. Muchos de los habitantes de las provincias, al ver el favor que los judíos tenían ante el rey, se convirtieron al judaísmo por temor a ellos. El miedo que una vez había oprimido al pueblo judío se transformó en esperanza y valentía.
Llegó el día señalado, el trece del mes de Adar. En lugar de ser un día de destrucción, se convirtió en un día de victoria para los judíos. En todas las provincias, los judíos se reunieron para defenderse de sus enemigos. Con la autoridad del rey de su lado, nadie pudo resistírseles. En Susa, la capital, los judíos mataron a quinientos hombres, incluyendo a los diez hijos de Amán, cuyos nombres fueron recordados como un testimonio de la justicia divina. Sin embargo, los judíos no tocaron los bienes de sus enemigos, mostrando que su lucha no era por codicia, sino por supervivencia.
Al día siguiente, el catorce de Adar, los judíos de Susa descansaron y celebraron su victoria con banquetes y regocijo. En las provincias, donde la batalla había terminado el día anterior, los judíos también descansaron y celebraron. Mardoqueo estableció que estos días serían recordados como una fiesta anual, llamada Purim, en honor a la suerte (pur) que había sido revertida a favor del pueblo judío.
Así, el pueblo judío fue salvado de la destrucción, no por espada ni por ejército, sino por la mano providencial de Dios, que actuó a través de la valentía de Ester, la sabiduría de Mardoqueo y el favor del rey Asuero. La historia de Ester se convirtió en un testimonio eterno de cómo Dios protege a su pueblo, incluso en medio de las circunstancias más oscuras, y cómo la fe y la obediencia pueden cambiar el curso de la historia.