Biblia Sagrada

La Despedida de José: Legado de Perdón y Fe

**La Despedida de José: Un Legado de Perdón y Fe**

El sol se alzaba sobre la tierra de Egipto, iluminando con su luz dorada los campos fértiles que se extendían a lo largo del río Nilo. La brisa cálida acariciaba las palmeras, y el sonido de las aguas del río fluía suavemente, como si la naturaleza misma guardara un respetuoso silencio ante el momento solemne que se avecinaba. En el palacio de Gosén, la familia de Jacob, ahora conocida como Israel, se preparaba para un viaje que marcaría el cierre de un capítulo en la historia de su pueblo.

José, el gobernador de Egipto, se encontraba de pie frente a sus hermanos. Su rostro, aunque sereno, reflejaba una profunda tristeza. Habían pasado muchos años desde que su padre Jacob había fallecido, y ahora, el peso de la responsabilidad recaía sobre sus hombros. José sabía que este era el momento de honrar la última voluntad de su padre y, al mismo tiempo, de asegurar el futuro de su familia.

—Hermanos —comenzó José, su voz resonando con autoridad y ternura—, nuestro padre Jacob hizo un juramento antes de morir. Me pidió que lo llevara a la tierra de Canaán, a la cueva de Macpela, donde yacen nuestros antepasados Abraham, Sara, Isaac, Rebeca y Lea. Es allí donde debemos enterrarlo, junto a nuestros padres.

Los hermanos asintieron en silencio, recordando las palabras de su padre. Jacob había vivido una vida llena de altibajos, pero al final, su fe en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob lo había sostenido. Ahora, era su turno de honrar su memoria y cumplir con su última petición.

El cortejo fúnebre se organizó con gran solemnidad. Los egipcios, que habían llegado a respetar profundamente a Jacob por causa de José, se unieron a la procesión. Los carruajes reales, adornados con telas finas y guirnaldas de flores, avanzaban lentamente por el camino que llevaba a Canaán. Los soldados egipcios, con sus armaduras relucientes, escoltaban a la familia de Jacob, mientras que los ancianos y los líderes de Egipto caminaban detrás, mostrando su respeto por el patriarca.

El viaje fue largo y agotador, pero finalmente llegaron a la tierra de Canaán. La cueva de Macpela, ubicada en el campo de Efrón el hitita, era un lugar sagrado para la familia de Jacob. Allí, Abraham había comprado la tierra como un lugar de sepultura para su esposa Sara, y ahora, generaciones después, Jacob sería enterrado junto a sus antepasados.

El momento del entierro fue profundamente emotivo. José y sus hermanos llevaron el cuerpo de su padre a la cueva, mientras lágrimas silenciosas caían por sus rostros. La tierra de Canaán, que había sido prometida a Abraham y a su descendencia, recibía ahora a uno de sus hijos más queridos. José, arrodillado frente a la tumba, oró en silencio, recordando las promesas de Dios y la fidelidad que había mostrado a lo largo de las generaciones.

Después del entierro, los hermanos de José comenzaron a sentir un temor creciente. Recordaban cómo, años atrás, habían vendido a José como esclavo por envidia y celos. Ahora, con su padre muerto, temían que José decidiera vengarse de ellos.

—¿Qué pasará ahora que nuestro padre ha muerto? —susurró Rubén, el mayor de los hermanos—. José podría decidir castigarnos por lo que le hicimos.

Los demás hermanos asintieron, sus rostros llenos de preocupación. Decidieron enviar un mensaje a José, pidiéndole perdón en nombre de su padre.

—José, nuestro padre nos pidió antes de morir que te dijéramos: ‘Por favor, perdona la maldad de tus hermanos y su pecado, porque te trataron con maldad’. Ahora, te rogamos que perdones la ofensa de los siervos del Dios de tu padre.

Al escuchar estas palabras, José no pudo contener las lágrimas. Sus hermanos se postraron ante él, reconociendo su culpa y suplicando su misericordia. José, con el corazón lleno de compasión, les habló con palabras de consuelo.

—Hermanos, no teman —dijo José, su voz temblorosa pero firme—. ¿Acaso estoy yo en el lugar de Dios? Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo encaminó para bien, para que hoy se preserve la vida de mucha gente. No fui yo, sino Dios quien me envió delante de ustedes para salvar vidas. No tengan miedo; yo proveeré para ustedes y para sus hijos.

José los abrazó y los consoló, asegurándoles que no guardaba rencor en su corazón. Sus palabras fueron un testimonio vivo del poder del perdón y de la soberanía de Dios. Aunque el mal había sido intencionado por sus hermanos, Dios lo había usado para cumplir sus propósitos y salvar a muchas personas de la hambruna.

Los años pasaron, y José continuó viviendo en Egipto junto a su familia. Aunque había alcanzado una posición de gran poder y riqueza, nunca olvidó sus raíces ni las promesas que Dios había hecho a sus antepasados. Cuando llegó el momento de su propia muerte, José reunió a sus hermanos y les habló con palabras llenas de fe.

—Yo estoy a punto de morir —dijo José—, pero Dios ciertamente los visitará y los llevará de esta tierra a la tierra que prometió a Abraham, Isaac y Jacob. Cuando eso suceda, lleven mis huesos con ustedes.

José murió a la edad de ciento diez años, y su cuerpo fue embalsamado y colocado en un ataúd en Egipto. Sus últimas palabras fueron un recordatorio de la fidelidad de Dios y de la esperanza que tenían en la promesa de la tierra prometida. Aunque José no viviría para ver el cumplimiento de esa promesa, su fe inquebrantable dejó un legado que inspiraría a las generaciones futuras.

Y así, la historia de José llegó a su fin, pero su vida fue un testimonio del poder de Dios para transformar el mal en bien, y del perdón que puede sanar las heridas más profundas. La familia de Israel, aunque dispersa y enfrentando desafíos, mantuvo viva la esperanza en las promesas de Dios, sabiendo que un día, Él los llevaría de vuelta a la tierra que les había prometido.

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