**El Sermón del Monte: La enseñanza sobre la verdadera devoción**
El sol comenzaba a ascender sobre las colinas de Galilea, iluminando con su luz dorada el paisaje que rodeaba a Jesús y a la multitud que se había reunido para escucharle. Era una mañana fresca, y el aire llevaba consigo el aroma de las flores silvestres y el pasto recién humedecido por el rocío. Jesús, con su túnica sencilla y su mirada llena de compasión, se sentó en una pequeña elevación del terreno, mientras sus discípulos y una gran multitud se acomodaban a su alrededor, ansiosos por escuchar sus palabras.
Con voz clara y serena, Jesús comenzó a hablar:
—Cuídense de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos. Si actúan así, no tendrán recompensa de su Padre que está en los cielos.
Las palabras de Jesús resonaron en el corazón de los oyentes, quienes inclinaron sus cabezas en señal de atención. Él continuó:
—Por ejemplo, cuando des a los necesitados, no lo anuncien con trompetas, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que los hombres los alaben. Les aseguro que ellos ya han recibido su recompensa. En cambio, cuando tú des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, para que tu limosna sea en secreto. Y tu Padre, que ve lo que se hace en secreto, te recompensará.
La multitud guardó silencio, reflexionando sobre estas palabras. Jesús, con su mirada penetrante, parecía conocer los pensamientos de cada uno. Luego, continuó:
—Y cuando oren, no sean como los hipócritas, a quienes les encanta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que la gente los vea. Les aseguro que ellos ya han recibido su recompensa. Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto. Y tu Padre, que ve lo que se hace en secreto, te recompensará.
Jesús hizo una pausa, y sus ojos se posaron en un grupo de fariseos que se encontraban al borde de la multitud. Sabía que muchos de ellos oraban con palabras largas y repetitivas, pensando que serían escuchados por su palabrería. Con voz firme, añadió:
—Y al orar, no usen vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No sean como ellos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan.
Luego, Jesús les enseñó cómo orar, diciendo:
—Ustedes, pues, oren de esta manera: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal. Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén”.
La multitud escuchaba con reverencia, y muchos repetían en sus corazones las palabras que Jesús acababa de enseñarles. Él continuó:
—Porque si perdonan a los hombres sus ofensas, también su Padre celestial los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre les perdonará a ustedes sus ofensas.
Jesús hizo una pausa y, con una expresión de profunda sabiduría, añadió:
—Y cuando ayunen, no pongan cara triste, como los hipócritas, que desfiguran sus rostros para mostrar a los hombres que están ayunando. Les aseguro que ellos ya han recibido su recompensa. Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro, para no mostrar a los hombres que estás ayunando, sino a tu Padre que está en secreto. Y tu Padre, que ve en secreto, te recompensará.
El sol ya estaba alto en el cielo, y el calor comenzaba a sentirse, pero nadie se movía. Todos estaban absortos en las enseñanzas de Jesús. Él continuó:
—No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones minan y hurtan. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido destruyen, y donde los ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón.
Jesús miró a la multitud con ojos llenos de amor y añadió:
—La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz. Pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡cuán grandes no serán esas tinieblas!
Luego, con voz firme pero llena de compasión, Jesús concluyó:
—Nadie puede servir a dos señores, porque odiará a uno y amará al otro, o se dedicará a uno y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y a las riquezas.
La multitud guardó silencio, meditando en estas palabras. Jesús, con una sonrisa tierna, añadió:
—Por tanto, no se preocupen por su vida, qué comerán o qué beberán; ni por su cuerpo, qué vestirán. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y sin embargo, su Padre celestial las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que ellas? ¿Y quién de ustedes, por mucho que se preocupe, puede añadir una hora al curso de su vida?
Jesús señaló las flores silvestres que crecían en los campos cercanos y dijo:
—Y por qué se preocupan por el vestido? Consideren los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan. Pero les digo que ni Salomón, con toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está y mañana es echada al horno, ¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe?
La multitud escuchaba con atención, y muchos comenzaron a sentirse reconfortados por las palabras de Jesús. Él continuó:
—No se preocupen, pues, diciendo: “¿Qué comeremos?” o “¿Qué beberemos?” o “¿Con qué nos vestiremos?” Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero su Padre celestial sabe que ustedes tienen necesidad de todas ellas. Más bien, busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas.
Jesús hizo una pausa y, con una mirada llena de esperanza, concluyó:
—Así que, no se preocupen por el día de mañana, porque el día de mañana traerá sus propias preocupaciones. Basta a cada día su propio mal.
La multitud permaneció en silencio, meditando en las palabras de Jesús. Muchos sintieron que una carga había sido levantada de sus hombros, y otros se sintieron desafiados a vivir de una manera más sincera y devota. Jesús, con un gesto de bendición, se levantó y comenzó a descender de la colina, mientras sus discípulos y la multitud lo seguían, llenos de asombro y gratitud por las enseñanzas que acababan de recibir.
Y así, bajo el cielo azul de Galilea, las palabras de Jesús resonaron en los corazones de todos, recordándoles que la verdadera devoción no se trata de apariencias, sino de un corazón sincero que busca a Dios en lo secreto, confiando en su provisión y amor.