**La Gloria del Reinado de Salomón**
En los días en que Salomón, hijo de David, gobernaba sobre Israel, el Señor bendijo su reinado con una sabiduría y una prosperidad que asombraban a todas las naciones. Salomón, ungido por Dios, no solo era un rey, sino un administrador sabio y justo que organizó su reino de manera ejemplar.
El capítulo 4 del primer libro de los Reyes nos transporta a un tiempo de esplendor, donde la mano de Dios se manifestaba en cada detalle del gobierno de Salomón. El rey había establecido un sistema de administración que permitía que el reino floreciera en paz y abundancia. Doce oficiales fueron designados sobre todo Israel, cada uno encargado de proveer para la casa del rey durante un mes del año. Estos hombres, fieles y capaces, aseguraban que no hubiera escasez en la corte ni en el pueblo.
Uno de estos oficiales era Ben-hur, quien gobernaba la región montañosa de Efraín. Ben-hur era un hombre de carácter íntegro, conocido por su diligencia y su amor por el pueblo. Cada mes, cuando le correspondía proveer para la casa del rey, supervisaba personalmente la recolección de los mejores granos, frutos y ganados de su región. «Todo debe ser excelente para el rey», decía Ben-hur a sus siervos, «porque él es el siervo escogido por Dios para guiarnos».
Otro de los oficiales era Ahinadab, encargado de Mahanaim. Ahinadab era un hombre de gran fe, que veía su labor como un acto de adoración a Dios. Cada vez que enviaba provisiones a Jerusalén, incluía una ofrenda especial para el templo, recordando las palabras de Salomón: «Todo lo que hagamos, hagámoslo para la gloria de Dios».
El reino de Salomón se extendía desde el río Éufrates hasta la tierra de los filisteos y hasta la frontera de Egipto. Las naciones vecinas, impresionadas por la sabiduría y la riqueza de Salomón, le traían tributos y regalos. Los reyes de Tiro y de Egipto enviaban caravanas cargadas de oro, plata, marfil y maderas preciosas. Los mercaderes de Arabia traían especias aromáticas y piedras preciosas. Y el pueblo de Israel vivía en paz, cada hombre bajo su parra y su higuera, como había profetizado el profeta Miqueas.
En Jerusalén, la capital del reino, el palacio de Salomón era un reflejo de la gloria de Dios. Sus salones estaban adornados con columnas de cedro y suelos de mármol pulido. Las paredes brillaban con incrustaciones de oro y piedras preciosas. En el centro del palacio, el trono de Salomón era una obra maestra de artesanía. Tallado en marfil y recubierto de oro puro, estaba flanqueado por doce leones, símbolo de las doce tribus de Israel.
Pero más impresionante que la riqueza material era la sabiduría de Salomón. Dios le había concedido un entendimiento tan profundo que superaba a todos los sabios de Oriente y de Egipto. Salomón componía proverbios y cantares que hablaban de la justicia, la prudencia y el temor de Dios. Sus palabras eran como manzanas de oro en cestas de plata, llenas de belleza y verdad.
Un día, mientras Salomón caminaba por los jardines de su palacio, reflexionaba sobre las bendiciones de Dios. «El Señor ha sido fiel a su promesa», pensaba el rey. «Él me ha dado sabiduría, riquezas y honor. Pero más que todo, me ha dado la responsabilidad de guiar a su pueblo en justicia».
Salomón recordaba las palabras de su padre David, quien le había dicho antes de morir: «Guarda los mandamientos del Señor tu Dios, andando en sus caminos y observando sus estatutos, sus mandamientos, sus decretos y sus testimonios, como está escrito en la ley de Moisés, para que prosperes en todo lo que hagas».
Con este pensamiento en su corazón, Salomón se arrodilló en los jardines y oró: «Señor, Dios de Israel, tú has cumplido tu promesa a mi padre David. Te ruego que me des un corazón sabio y entendido para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal. Que todo lo que haga sea para tu gloria y para el bien de tu pueblo».
Y Dios, que escucha las oraciones de los justos, bendijo a Salomón aún más. La fama de su sabiduría se extendió por todas las naciones, y personas de lejos y de cerca venían a escuchar sus enseñanzas. La reina de Sabá, al oír de su fama, viajó desde su tierra con una gran caravana, llevando consigo especias, oro y piedras preciosas. Cuando vio la sabiduría de Salomón y la magnificencia de su reino, quedó sin aliento. «¡Es verdad todo lo que oí en mi tierra acerca de tus palabras y de tu sabiduría!», exclamó. «Bendito sea el Señor tu Dios, que se ha complacido en ti y te ha puesto en el trono de Israel».
Así, el reinado de Salomón fue un tiempo de paz, prosperidad y sabiduría, un reflejo del gobierno perfecto de Dios. Y aunque Salomón era un hombre falible, su vida y su reinado nos recuerdan que la verdadera sabiduría y la verdadera prosperidad vienen de Dios, quien es fiel a sus promesas y bendice a aquellos que caminan en sus caminos.
Y el pueblo de Israel vivió en aquellos días en paz y seguridad, alabando al Señor por su bondad y su misericordia. Porque el Señor había cumplido su palabra, y su gloria se manifestaba en medio de su pueblo.