**El Salmo 73: La Historia de Asaf y la Aparente Prosperidad de los Malvados**
En los días del rey David, cuando el pueblo de Israel adoraba en el tabernáculo y los levitas cantaban salmos al Señor, vivía un hombre llamado Asaf. Asaf era un músico y poeta consagrado, uno de los principales directores de alabanza en la casa de Dios. Era conocido por su profunda devoción y su habilidad para expresar las verdades divinas a través de sus cánticos. Sin embargo, hubo un tiempo en su vida en que su fe fue sacudida hasta sus cimientos, y su corazón se llenó de dudas y confusión.
Un día, mientras caminaba por las calles de Jerusalén, Asaf observó a los ricos y poderosos de la ciudad. Vio cómo vivían en lujosas mansiones, vestían ropas finas y disfrutaban de banquetes opulentos. Sus carruajes brillaban bajo el sol, y sus voces resonaban con arrogancia. Parecían no tener preocupaciones, y sus vidas estaban llenas de placeres y comodidades. Asaf no podía evitar notar que muchos de estos hombres no temían a Dios. Vivían en pecado, oprimían a los pobres y se burlaban de los justos. A pesar de ello, parecían prosperar en todo lo que hacían.
Al regresar al tabernáculo, Asaf se sentó en un rincón y comenzó a meditar en lo que había visto. Su corazón se llenó de amargura y envidia. «¿Por qué, Señor?», murmuró para sí mismo. «¿Por qué los malvados prosperan mientras los justos sufren? Yo he guardado mi corazón puro y mis manos limpias, pero cada día me enfrento a dificultades y aflicciones. ¿De qué sirve servirte si los impíos viven sin preocupaciones y mueren en paz?»
Estas preguntas atormentaban su mente día y noche. Asaf comenzó a sentir que su fe había sido en vano. «En verdad, he limpiado mi corazón en vano y he lavado mis manos en inocencia», pensaba. «Porque todo el día soy afligido, y cada mañana me espera un nuevo castigo». La injusticia que veía a su alrededor lo consumía, y su espíritu se debilitaba.
Una tarde, mientras estaba en el santuario, Asaf decidió acercarse al arca del pacto, el lugar donde la presencia de Dios habitaba de manera especial. Allí, en la quietud del tabernáculo, comenzó a orar con lágrimas en los ojos. «Señor, no entiendo tus caminos», confesó. «Mis pies casi se desviaron, mis pasos estuvieron a punto de resbalar. Porque tuve envidia de los arrogantes al ver la prosperidad de los malvados».
Mientras oraba, algo extraordinario sucedió. El Espíritu de Dios comenzó a iluminar su mente, y Asaf comprendió la verdad que antes no podía ver. Se dio cuenta de que la prosperidad de los malvados era temporal y engañosa. «Ciertamente los has puesto en lugares resbaladizos; los haces caer en la ruina», entendió. «¡Cómo son destruidos en un momento! Son consumidos por terrores, como un sueño que se desvanece al despertar».
Asaf comprendió que, aunque los impíos parecían prosperar, su destino final era la destrucción. Sus riquezas y poder no podían salvarlos del juicio de Dios. «Cuando te levantaste, Señor, los despreciaste como a un sueño», reflexionó. «Porque mi corazón se llenó de amargura y en mi interior sentía punzadas, yo era un necio y no entendía; era como una bestia delante de ti».
En ese momento, Asaf experimentó una profunda transformación. Su envidia y amargura se convirtieron en gratitud y humildad. «Sin embargo, siempre estoy contigo; me has tomado de la mano derecha», declaró. «Me guiarás con tu consejo, y después me recibirás en gloria». Comprendió que la presencia de Dios era su mayor tesoro, mucho más valiosa que cualquier riqueza terrenal.
Asaf salió del santuario con un corazón renovado. Ya no miraba con envidia a los malvados, sino que se regocijaba en la fidelidad de Dios. «¿A quién tengo en el cielo sino a ti? Y fuera de ti, nada deseo en la tierra», cantó en su interior. «Mi carne y mi corazón pueden desfallecer, pero Dios es la fortaleza de mi corazón y mi porción para siempre».
Desde ese día, Asaf compartió su experiencia con el pueblo de Israel. Les enseñó que, aunque a veces los caminos de Dios parecen incomprensibles, Él es justo y fiel. Los malvados pueden prosperar por un tiempo, pero su fin es la destrucción. En cambio, los que confían en el Señor tienen una herencia eterna. «Pero en cuanto a mí, el acercarme a Dios es mi bien; he puesto en el Señor mi refugio para contar todas tus obras», concluyó.
Y así, el Salmo 73 se convirtió en un recordatorio para todas las generaciones de que la verdadera prosperidad no se mide por las riquezas terrenales, sino por la presencia de Dios en nuestras vidas. Asaf aprendió que, en medio de las pruebas y las dudas, acercarse a Dios es la clave para encontrar paz y entendimiento. Y su testimonio sigue inspirando a los creyentes a confiar en el Señor, incluso cuando los caminos de este mundo parecen injustos.