Biblia Sagrada

Fe y Obras: La Transformación de Eliab en Betania

**La Fe y las Obras: Una Historia de Compasión y Justicia**

En una pequeña aldea llamada Betania, situada en las colinas de Judea, vivía un hombre llamado Eliab. Era un hombre respetado en la comunidad, conocido por su sabiduría y su profundo conocimiento de las Escrituras. Cada sábado, Eliab se reunía con los demás habitantes de la aldea en la sinagoga para estudiar la Torá y discutir las enseñanzas de los profetas. Sin embargo, aunque Eliab era un hombre de fe, su vida estaba marcada por una contradicción que pronto sería puesta al descubierto.

Un día, mientras el sol comenzaba a descender sobre las colinas, un forastero llegó a Betania. Era un hombre pobre, vestido con harapos, con el rostro cansado y los pies cubiertos de polvo. Llevaba consigo una pequeña bolsa vacía, y su mirada reflejaba hambre y desesperación. El hombre, llamado Jonás, había viajado desde una aldea lejana en busca de trabajo y alimento, pero hasta ahora no había encontrado más que rechazo y desprecio.

Al entrar en la aldea, Jonás se dirigió a la plaza principal, donde varios habitantes se reunían para conversar. Entre ellos estaba Eliab, quien, al ver al forastero, frunció el ceño y murmuró en voz baja: «¿Qué hace este mendigo aquí? No es de los nuestros». Sin embargo, al notar que otros lo observaban, Eliab se acercó a Jonás y, con una sonrisa forzada, le dijo: «La paz sea contigo, hermano. Que Dios te bendiga y te dé fuerzas para seguir adelante».

Jonás, agradecido por las palabras amables, respondió: «Gracias, señor. He viajado mucho y no tengo nada para comer. ¿Podrías darme algo de pan o un lugar donde descansar esta noche?».

Eliab se quedó en silencio por un momento, mirando a Jonás con incomodidad. Luego, con una voz que intentaba sonar compasiva, dijo: «Hermano, ve en paz. Que Dios te provea lo que necesitas». Y sin darle nada más, Eliab se alejó rápidamente, uniéndose de nuevo a sus amigos en la plaza.

Mientras tanto, en otra parte de la aldea, una mujer llamada Débora, viuda y madre de dos hijos pequeños, escuchó sobre la llegada del forastero. Aunque ella misma tenía poco, su corazón estaba lleno de compasión. Débora tomó un trozo de pan que había guardado para la cena de sus hijos y salió en busca de Jonás. Cuando lo encontró, le ofreció el pan con una sonrisa cálida y le dijo: «Toma, hermano. No tengo mucho, pero lo que tengo es tuyo. Ven a mi casa y descansa. Mañana veremos cómo podemos ayudarte».

Jonás, con lágrimas en los ojos, aceptó el pan y agradeció a Débora por su bondad. Esa noche, durmió bajo el techo de Débora, sintiéndose acogido y valorado por primera vez en mucho tiempo.

Al día siguiente, la noticia de lo sucedido llegó a oídos de Eliab. Al principio, se sintió incómodo, pero pronto justificó sus acciones pensando: «Yo le di palabras de aliento. Eso es lo que importa. La fe es lo que nos salva, no las obras». Sin embargo, en su corazón, una pequeña voz lo inquietaba, recordándole las palabras del apóstol Santiago: «Hermanos míos, ¿de qué sirve si alguien dice que tiene fe, pero no tiene obras? ¿Acaso puede esa fe salvarlo?» (Santiago 2:14).

Esa misma tarde, durante la reunión en la sinagoga, Eliab decidió hablar sobre el tema. Con voz firme, comenzó a enseñar sobre la importancia de la fe, citando pasajes de las Escrituras que hablaban de la justificación por la fe. Sin embargo, mientras hablaba, sus ojos se encontraron con los de Débora, quien estaba sentada en un rincón, escuchando en silencio. En ese momento, Eliab sintió que sus palabras sonaban huecas, como un címbalo que retiñe sin amor.

Débora, con humildad, se levantó y dijo: «Hermano Eliab, tus palabras son sabias, pero ¿no nos enseña también Santiago que la fe sin obras está muerta? Ayer, un forastero llegó a nuestra aldea, hambriento y cansado. Le di pan y refugio, no porque tenga mucho, sino porque creo que nuestra fe debe vivirse en acciones. ¿De qué sirve decirle a alguien ‘ve en paz’ si no le damos lo que necesita para su cuerpo?».

La sinagoga quedó en silencio. Eliab, sintiéndose confrontado, bajó la mirada. Finalmente, con voz temblorosa, admitió: «Tienes razón, Débora. He fallado en vivir mi fe de manera práctica. He sido como aquel que ve a su hermano en necesidad y solo le dice ‘caliéntate y aliméntate’, pero no le da lo necesario para su cuerpo. Mi fe ha estado vacía».

A partir de ese día, Eliab comenzó a cambiar. No solo enseñaba sobre la fe, sino que también se involucraba en obras de misericordia, ayudando a los pobres y necesitados de la aldea. Jonás, agradecido por la bondad de Débora y el cambio en Eliab, decidió quedarse en Betania, donde encontró trabajo y una nueva comunidad que lo acogió como uno más.

La historia de Eliab y Débora se extendió por toda la región, recordando a todos que la verdadera fe se manifiesta en acciones de amor y justicia. Como escribió Santiago: «Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, también la fe sin obras está muerta» (Santiago 2:26). Y así, en la pequeña aldea de Betania, la fe y las obras se entrelazaron, dando testimonio del poder transformador del amor de Dios.

LEAVE A RESPONSE

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *