Biblia Sagrada

Esdras y el Arrepentimiento del Pueblo de Israel

En los días de Esdras, el escriba y sacerdote, el pueblo de Israel había regresado de su exilio en Babilonia. Habían sido liberados por el decreto del rey Ciro de Persia, y muchos habían vuelto a Jerusalén para reconstruir el templo y restaurar la adoración al Dios de sus padres. Sin embargo, no todo era como debía ser. Aunque el templo estaba siendo reconstruido, el corazón del pueblo no siempre estaba alineado con la voluntad de Dios.

Un día, mientras Esdras estaba en el atrio del templo, algunos de los líderes de Israel se acercaron a él con noticias perturbadoras. Sus rostros estaban sombríos, y sus voces temblaban al hablar. «Esdras, hemos descubierto que muchos de nuestro pueblo, incluyendo sacerdotes y levitas, se han casado con mujeres extranjeras de las naciones vecinas. Han tomado esposas de los amorreos, hititas, ferezeos, jebuseos, amonitas, moabitas, egipcios y amorreos. Han mezclado la simiente santa con los pueblos de estas tierras, y los príncipes y los gobernantes han sido los primeros en cometer esta transgresión.»

Al escuchar estas palabras, el corazón de Esdras se quebrantó. Se rasgó las vestiduras y se arrancó los cabellos de la cabeza y de la barba, un gesto de profundo dolor y arrepentimiento. Se sentó en el suelo, atónito, mientras el peso de la noticia caía sobre él como una losa pesada. El sol brillaba en el cielo, pero para Esdras, todo parecía oscuro. Sabía que este pecado no era solo una violación de la ley de Moisés, sino una traición al pacto que Dios había establecido con Israel.

Esdras se quedó allí, sentado en el polvo, hasta la hora del sacrificio de la tarde. Luego, se levantó con dificultad, sus rodillas temblorosas por el tiempo que había pasado en angustia. Se arrodilló ante el altar, extendió sus manos hacia el cielo y comenzó a orar. Su voz era un susurro al principio, pero pronto se elevó en un clamor lleno de dolor y súplica.

«¡Oh Señor, Dios de Israel! Tú eres justo, y nosotros estamos aquí hoy como un remanente que ha escapado. Hemos pecado contra ti, y nuestra iniquidad ha crecido hasta alcanzar los cielos. Desde los días de nuestros padres hasta este día, hemos sido grandemente culpables. Por nuestros pecados, fuimos entregados en manos de reyes extranjeros, a la espada, al cautiverio, al saqueo y a la vergüenza. Pero tú, Señor, en tu gran misericordia, no nos abandonaste por completo. Nos diste un remanente, nos permitiste regresar a este lugar santo y nos diste un muro de protección en Judá y en Jerusalén.»

Esdras lloró amargamente mientras continuaba su oración. «Y ahora, ¿qué diremos después de esto? Hemos abandonado tus mandamientos, los que diste por medio de tus siervos los profetas. Nos dijiste que la tierra que íbamos a poseer estaba contaminada por las abominaciones de los pueblos que la habitaban, y que no debíamos dar nuestras hijas a sus hijos, ni tomar sus hijas para nuestros hijos. Pero hemos desobedecido. ¿Sobreviviremos después de esto? ¡Oh Señor, Dios de Israel, tú eres justo! Mira, estamos aquí delante de ti en nuestra culpa, porque nadie puede estar en tu presencia a causa de esto.»

Mientras Esdras oraba, un grupo de personas comenzó a reunirse a su alrededor. Hombres, mujeres y niños, todos conmovidos por la sinceridad de su oración y el peso de su arrepentimiento. Pronto, el llanto de Esdras se unió al llanto de la multitud. El sonido de su dolor resonaba en los muros del templo, un eco de arrepentimiento colectivo.

Uno de los líderes, Secanías, hijo de Jehiel, se levantó y habló con voz firme. «Esdras, hemos pecado contra nuestro Dios al casarnos con mujeres extranjeras de los pueblos de la tierra. Pero a pesar de esto, todavía hay esperanza para Israel. Hagamos un pacto con nuestro Dios para despedir a todas estas mujeres y a los hijos que han tenido con ellas, conforme al consejo de mi señor y de los que temen los mandamientos de nuestro Dios. Que se haga según la ley.»

Esdras asintió con la cabeza, reconociendo la sabiduría en las palabras de Secanías. Se levantó y tomó juramento de los líderes de los sacerdotes, de los levitas y de todo Israel para que hicieran conforme a lo propuesto. Y así, se envió una proclamación por todo Judá y Jerusalén para que todos los que habían regresado del exilio se reunieran en Jerusalén en tres días. Quien no compareciera sería separado de la asamblea y sus bienes confiscados.

Al tercer día, una gran multitud se reunió en la plaza del templo. Era un día frío y nublado, y la gente temblaba no solo por el clima, sino por la solemnidad del momento. Esdras se levantó y les habló con voz clara y firme. «Ustedes han transgredido al casarse con mujeres extranjeras, aumentando la culpa de Israel. Ahora, confiesen su pecado al Señor, el Dios de sus padres, y hagan su voluntad. Sepárense de los pueblos de la tierra y de las mujeres extranjeras.»

La multitud respondió con una sola voz: «¡Así sea! Haremos como has dicho.» Y así, comenzó un tiempo de arrepentimiento y restauración. Uno por uno, los hombres que habían tomado mujeres extranjeras se presentaron ante los líderes y los ancianos, confesando su pecado y comprometiéndose a despedir a sus esposas e hijos. Fue un proceso doloroso, lleno de lágrimas y despedidas, pero necesario para restaurar la relación del pueblo con Dios.

Esdras observaba todo esto con un corazón mezclado de tristeza y esperanza. Sabía que el camino hacia la restauración no sería fácil, pero confiaba en que el Dios de Israel, lleno de misericordia y gracia, los guiaría hacia un futuro de obediencia y bendición. Y así, bajo el cielo gris de Jerusalén, el pueblo de Israel comenzó a reconstruir no solo las paredes de su ciudad, sino también las paredes de su fe.

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