**La Victoria de Abías: Una Historia de Fe y Confianza en Dios**
En los días en que el reino de Israel estaba dividido, después de la muerte de Salomón, el pueblo de Dios se encontraba en una situación de conflicto constante. El reino del norte, gobernado por Jeroboam, se había apartado de la adoración verdadera a Jehová, mientras que el reino del sur, bajo el liderazgo de Abías, hijo de Roboam y nieto de Salomón, buscaba mantenerse fiel a los mandamientos del Señor. Aunque el corazón de Abías no era perfecto, en este momento crucial de su reinado, demostró una fe inquebrantable en el poder de Dios.
Abías ascendió al trono de Judá y gobernó desde Jerusalén, la ciudad santa donde el templo de Jehová se alzaba como un recordatorio perpetuo de la presencia de Dios entre su pueblo. Sin embargo, Jeroboam, rey de Israel, había levantado becerros de oro en Betel y Dan, induciendo al pueblo a la idolatría y alejándolo del verdadero culto a Dios. Esta división no solo era política, sino también espiritual, y el conflicto entre los dos reinos era inevitable.
Un día, Jeroboam reunió un ejército imponente de ochocientos mil hombres valientes y experimentados, listos para la batalla. Por su parte, Abías preparó un ejército de cuatrocientos mil hombres, aunque eran menos en número, estaban llenos de determinación y confianza en el Señor. Las dos fuerzas se encontraron en los montes de Efraín, donde el valle se extendía como un campo de batalla listo para ser testigo de la intervención divina.
Antes de que comenzara la lucha, Abías se paró sobre el monte Zemaraim, un lugar elevado desde donde podía ser escuchado por ambos ejércitos. Con voz firme y llena de convicción, comenzó a hablar, no para provocar, sino para recordarles la verdad que muchos habían olvidado.
—¡Escúchenme, Jeroboam y todo Israel! —gritó Abías—. ¿No saben que Jehová, el Dios de Israel, ha dado el reino a David y a sus descendientes para siempre? Jeroboam, tú te has rebelado contra el legítimo rey, a quien Dios ha ungido. Además, has levantado ídolos y has expulsado a los sacerdotes de Jehová, los hijos de Aarón, y a los levitas. Has hecho tus propios sacerdotes, como lo hacen los pueblos paganos, y cualquiera que venga con un becerro y siete carneros puede ser consagrado como sacerdote de lo que no son dioses.
Abías continuó, recordándoles la fidelidad de Judá:
—Pero en Judá, nosotros seguimos sirviendo a Jehová. No lo hemos abandonado. Los sacerdotes que ministran ante el Señor son los hijos de Aarón, y los levitas cumplen con sus deberes. Cada mañana y cada tarde ofrecen holocaustos y queman incienso aromático. Ponemos los panes de la proposición sobre la mesa pura y encendemos las lámparas del candelabro, porque guardamos los mandamientos de Jehová, nuestro Dios. Pero ustedes lo han abandonado.
Luego, con una voz que resonó como un trueno, Abías declaró:
—¡Miren! Dios está con nosotros, al frente de nuestro ejército. Sus sacerdotes tocan las trompetas para convocar la batalla contra ustedes. ¡Hombres de Israel, no luchen contra Jehová, el Dios de sus padres, porque no tendrán éxito!
Pero Jeroboam no escuchó. En su orgullo y obstinación, había preparado una emboscada. Mientras Abías hablaba, Jeroboam había enviado una parte de su ejército para rodear a las fuerzas de Judá por detrás. Así, el ejército de Judá se encontró atrapado entre dos frentes: el ejército principal de Israel al frente y la emboscada por detrás.
En ese momento crítico, cuando todo parecía perdido, los hombres de Judá clamaron a Jehová. Los sacerdotes tocaron las trompetas, y el sonido resonó como un grito de fe en medio de la desesperación. Abías y su pueblo confiaron en que Dios pelearía por ellos, y su fe no fue en vano.
Entonces, Jehová intervino. El Dios de Israel, fiel a su promesa, luchó por Judá. El ejército de Jeroboam, a pesar de su superioridad numérica, fue presa del pánico. Los hombres de Judá, llenos de valor divino, cargaron contra sus enemigos y los derrotaron por completo. El ejército de Israel huyó en desbandada, y los hombres de Judá los persiguieron, causando una gran matanza. Quincientos mil hombres selectos de Israel cayeron aquel día, una derrota tan grande que dejó a Jeroboam sin fuerzas para recuperarse.
Abías y su ejército persiguieron a los fugitivos y capturaron varias ciudades importantes, incluyendo Betel, Jesana y Efrón, junto con sus aldeas. Jeroboam nunca más recuperó su poder, y finalmente, Jehová lo hirió, y murió. Mientras tanto, Abías se fortaleció, y su reino prosperó bajo la bendición de Dios.
Esta victoria no fue por la fuerza o la estrategia humana, sino por la fe y la confianza en Jehová. Abías, aunque imperfecto, reconoció que la verdadera fuerza provenía de Dios. Su discurso en el monte Zemaraim no fue solo una advertencia para Israel, sino un recordatorio para todas las generaciones futuras: aquellos que confían en el Señor y permanecen fieles a su pacto nunca serán abandonados.
Así, la historia de Abías nos enseña que, incluso en medio de la adversidad y la aparente inferioridad, la fe en Dios puede mover montañas y derrotar a los enemigos más formidables. Jehová es quien da la victoria, y su fidelidad perdura para siempre.