Biblia Sagrada

Las plagas de langostas y tinieblas: juicio y poder de Dios en Egipto

En el libro de Éxodo, capítulo 10, encontramos una de las narraciones más dramáticas y llenas de significado en la historia de Israel: la plaga de las langostas y la plaga de las tinieblas. Estas plagas fueron enviadas por Dios como juicio contra el faraón de Egipto y como una demostración de Su poder y soberanía sobre todas las cosas. Permíteme contarte esta historia con detalle y profundidad.

El sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte del Nilo, iluminando las majestuosas pirámides y los templos de Egipto. Sin embargo, en el palacio del faraón, la atmósfera estaba cargada de tensión. Moisés y Aarón, los enviados de Dios, se presentaron una vez más ante el gobernante más poderoso de la tierra. Sus rostros reflejaban una seriedad inquebrantable, mientras que el faraón, sentado en su trono de oro, los observaba con una mezcla de desdén y frustración.

—Así dice el Señor, el Dios de los hebreos —comenzó Moisés con voz firme—: «¿Hasta cuándo te negarás a humillarte delante de mí? Deja ir a mi pueblo para que me sirva. Si te niegas a dejarlo ir, mañana traeré langostas sobre tu territorio».

El faraón se reclinó en su trono, sus ojos brillando con arrogancia. Las plagas anteriores habían causado estragos en su reino, pero su corazón permanecía endurecido. Sin embargo, esta vez, sus consejeros intervinieron.

—¿Hasta cuándo este hombre será un lazo para nosotros? —dijeron—. Deja ir a los hebreos para que sirvan a su Dios. ¿No te das cuenta de que Egipto está siendo destruido?

El faraón, sintiendo la presión, llamó a Moisés y Aarón de nuevo.

—Vayan, sirvan al Señor su Dios —dijo con voz tensa—. Pero díganme, ¿quiénes son los que irán?

Moisés respondió sin vacilar:

—Iremos con nuestros jóvenes y ancianos, con nuestros hijos e hijas, con nuestras ovejas y vacas, porque celebraremos una fiesta al Señor.

El faraón se rió sarcásticamente.

—¡No será así! Solo los hombres pueden ir a servir al Señor, si es que eso es lo que quieren —replicó, pensando que podía negociar con el Dios todopoderoso.

Moisés y Aarón fueron expulsados de la presencia del faraón, y el Señor le dijo a Moisés:

—Extiende tu mano sobre Egipto para que vengan las langostas y devoren todo lo que el granizo ha dejado.

Moisés obedeció. Alzó su vara hacia el cielo, y un viento del este comenzó a soplar con fuerza. El aire se llenó de un zumbido ominoso, y pronto, el cielo se oscureció. Era como si una nube gigantesca se hubiera posado sobre Egipto. Pero no era una nube común; eran langostas, millones de ellas, descendiendo sobre la tierra con un apetito insaciable.

Las langostas cubrieron todo el territorio. Devoraron las cosechas que habían sobrevivido al granizo, las hojas de los árboles, las hierbas del campo y hasta la corteza de las plantas. Nada verde quedó en Egipto. Los egipcios, aterrorizados, corrían de un lado a otro, tratando de ahuyentar a las langostas, pero era inútil. El país quedó desolado, como si un ejército enemigo lo hubiera saqueado.

El faraón, presa del pánico, llamó apresuradamente a Moisés y Aarón.

—He pecado contra el Señor su Dios y contra ustedes —confesó, con voz temblorosa—. Por favor, perdonen mi pecado solo esta vez y rueguen al Señor su Dios que aparte de mí esta plaga mortal.

Moisés salió del palacio y oró al Señor. Entonces, el viento cambió de dirección, soplando desde el oeste, y llevó consigo a las langostas, arrojándolas al Mar Rojo. Ni una sola langosta quedó en Egipto. Pero, una vez más, el faraón endureció su corazón y se negó a dejar ir al pueblo de Israel.

Entonces, el Señor le dijo a Moisés:

—Extiende tu mano hacia el cielo, para que haya tinieblas sobre Egipto, tinieblas tan densas que puedan palparse.

Moisés extendió su mano, y de repente, una oscuridad profunda envolvió a Egipto. Durante tres días, los egipcios no podían verse unos a otros ni moverse de sus lugares. Era como si la noche eterna hubiera caído sobre ellos. Sin embargo, en la tierra de Gosén, donde habitaban los israelitas, había luz. El contraste era evidente: Dios estaba protegiendo a Su pueblo mientras juzgaba a Egipto.

El faraón, desesperado, llamó a Moisés.

—Vayan y sirvan al Señor —dijo—. Incluso pueden llevar a sus hijos, pero dejen sus rebaños y ganado aquí.

Moisés respondió con firmeza:

—Tú mismo nos proporcionarás los animales para los sacrificios y holocaustos que ofreceremos al Señor nuestro Dios. Nuestro ganado también irá con nosotros; no quedará ni una pezuña, porque de ellos tomaremos para servir al Señor nuestro Dios. Y no sabemos con qué tendremos que servir al Señor hasta que lleguemos allí.

El faraón, enfurecido por la respuesta de Moisés, gritó:

—¡Sal de mi presencia! Y asegúrate de no volver a verme, porque el día que veas mi rostro, morirás.

Moisés, con calma pero con autoridad, respondió:

—Bien has dicho; no volveré a verte.

Y así, Moisés salió de la presencia del faraón, sabiendo que la liberación de Israel estaba cerca. Las plagas habían demostrado el poder de Dios y la impotencia de los dioses de Egipto. El Señor estaba preparando a Su pueblo para la gran redención que estaba por venir.

Esta historia nos recuerda la soberanía de Dios sobre toda la creación y Su fidelidad para liberar a Su pueblo. Aunque el faraón endureció su corazón repetidamente, Dios cumplió Sus propósitos, mostrando que no hay poder humano ni espiritual que pueda resistir Su voluntad. Las plagas no solo fueron un juicio, sino también una invitación a reconocer al único Dios verdadero.

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