**El Recuerdo de los Días de Gloria de Job**
En los días de antaño, cuando la bendición de Dios reposaba abundantemente sobre Job, él solía sentarse en la plaza de la ciudad, rodeado de respeto y admiración. Era un hombre íntegro y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. Sus días estaban llenos de luz, y la presencia del Señor guiaba cada uno de sus pasos. Job recordaba con nostalgia aquellos tiempos, cuando el favor divino brillaba sobre su vida como el sol en su esplendor.
Job solía decir: «¡Oh, si volviera yo a los meses de antaño, a los días en que Dios me guardaba! Cuando su lámpara brillaba sobre mi cabeza, y yo caminaba en la oscuridad guiado por su luz. Como era yo en los días de mi juventud, cuando el favor de Dios reposaba sobre mi tienda, cuando el Todopoderoso aún estaba conmigo, y mis hijos me rodeaban».
En aquellos días, Job era como un árbol plantado junto a corrientes de aguas, cuyas raíces se extendían profundamente en la tierra fértil de la bendición. Su prosperidad no era solo material, sino también espiritual. Su corazón estaba lleno de gratitud, y su vida era un testimonio viviente del poder y la bondad de Dios.
Job recordaba cómo, en aquellos tiempos, su voz era escuchada con respeto en las puertas de la ciudad. Los ancianos se apartaban cuando él pasaba, y los jóvenes se levantaban en señal de reverencia. Los príncipes callaban y se cubrían la boca con la mano cuando él hablaba, pues sus palabras eran sabias y llenas de discernimiento. «El que me oía», decía Job, «me bendecía, y el que me veía, daba testimonio de mí».
Job no solo era respetado por su sabiduría, sino también por su compasión. Él era un defensor de los desvalidos, un padre para los pobres y un consuelo para los afligidos. «Yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que no tenía quien lo ayudara. La bendición del que estaba por perecer venía sobre mí, y al corazón de la viuda yo le daba alegría. Me vestía de justicia, y ella me cubría como un manto; mi equidad era como un turbante y un manto».
En aquellos días, Job era como los ojos para el ciego y los pies para el cojo. Él era el sostén de los débiles y el refugio de los que no tenían esperanza. «Yo rompía los colmillos del impío», decía, «y de sus dientes hacía soltar la presa». Su vida era un reflejo del amor y la justicia de Dios, y su corazón latía al compás de la misericordia divina.
Job también recordaba cómo su casa era un lugar de paz y prosperidad. Sus hijos crecían fuertes y sanos, y sus campos daban fruto en abundancia. «Mis pasos eran bañados en leche», decía, «y la roca me derramaba ríos de aceite». Todo lo que tocaba prosperaba, porque la mano de Dios estaba sobre él.
Pero ahora, todo había cambiado. Job se encontraba en medio de la aflicción, rodeado de dolor y desolación. Sus hijos habían perecido, sus riquezas se habían esfumado, y su cuerpo estaba cubierto de llagas. Sin embargo, en medio de su sufrimiento, Job no maldecía a Dios. En su corazón, sabía que el Señor era soberano y que, aunque no entendía sus caminos, confiaba en su justicia.
Job recordaba aquellos días de gloria no para lamentarse, sino para fortalecer su fe. Sabía que, aunque las circunstancias habían cambiado, Dios seguía siendo el mismo. Él era su refugio y su fortaleza, su roca en medio de la tormenta. Y aunque el presente era oscuro, Job confiaba en que, al final, la luz de Dios brillaría de nuevo sobre su vida.
Así, en medio de su dolor, Job elevaba su voz al cielo, diciendo: «Yo sé que mi Redentor vive, y que al final se levantará sobre el polvo. Y después de que mi piel sea destruida, aún en mi carne veré a Dios. Lo veré por mí mismo; mis ojos lo contemplarán, y no otro. ¡Cómo anhelo eso en lo más profundo de mi corazón!».
Y así, con esperanza y fe, Job seguía adelante, recordando los días de gloria, pero confiando en que el mejor día estaba por venir, cuando vería a su Redentor cara a cara. Porque Job sabía que, aunque la vida estaba llena de pruebas, la fidelidad de Dios era eterna, y su amor nunca fallaría.