**El Cielo Proclama la Gloria de Dios**
En los días antiguos, cuando la tierra aún era joven y los hombres vivían en armonía con la creación, había un pastor llamado Eliab. Él habitaba en las colinas de Judea, donde los valles se extendían como mantos verdes y los montes se alzaban como testigos silenciosos de la eternidad. Cada noche, Eliab sacaba a su rebaño a pastar bajo el cielo estrellado, y allí, en la quietud de la noche, contemplaba la grandeza de la obra de Dios.
Una noche, mientras las estrellas brillaban con una intensidad que parecía hablar, Eliab se sentó sobre una roca y alzó su rostro hacia el firmamento. El salmo que había escuchado en el templo resonaba en su corazón: *»Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos»*. Aquellas palabras cobraron vida ante sus ojos, pues el cielo no era solo un manto oscuro salpicado de luces, sino un lienzo divino que proclamaba la majestad del Creador.
El pastor observó cómo las estrellas se agrupaban en constelaciones, formando figuras que los ancianos de su pueblo habían nombrado desde tiempos inmemoriales. La Vía Láctea se extendía como un río de plata, y la luna, en su fase creciente, iluminaba suavemente la tierra. Eliab sintió que el cielo no era mudo, sino que hablaba en un lenguaje universal, un idioma que no necesitaba palabras para ser entendido. *»Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría»*, recordó. Era como si cada amanecer y cada atardecer fueran mensajeros que transmitían la gloria de Dios a toda la creación.
Mientras meditaba en esto, Eliab notó cómo el sol, que durante el día había calentado la tierra con su luz, ahora cedía su lugar a la luna y las estrellas. El salmo decía: *»No hay lenguaje, ni palabras, ni es oída su voz»*, y el pastor comprendió que la creación no necesitaba palabras para declarar la grandeza de Dios. El simple hecho de existir, de cumplir su propósito, era suficiente para glorificar al Creador.
Eliab recordó también cómo el sol, al salir cada mañana, era como un novio que sale de su cámara nupcial, lleno de alegría y esplendor. Su calor no solo daba vida a los campos y a los animales, sino que también revelaba el cuidado de Dios por su creación. *»Por toda la tierra salió su voz, y hasta el extremo del mundo sus palabras»*, pensó. El pastor se maravilló al darse cuenta de que, aunque él vivía en una región remota, el mensaje de Dios llegaba hasta allí, a través del cielo y la tierra.
Pero no solo el cielo proclamaba la gloria de Dios. La ley del Señor, que Eliab había aprendido desde niño, era perfecta y convertía el alma. El pastor recordó cómo las enseñanzas de Dios eran más dulces que la miel y más preciosas que el oro. *»La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo»*, murmuró para sí mismo. Aquella noche, bajo el cielo estrellado, Eliab comprendió que la creación y la Palabra de Dios estaban entrelazadas, ambas revelando su carácter y su amor por la humanidad.
Al amanecer, cuando el sol comenzó a asomarse por el horizonte, Eliab sintió una profunda gratitud. El salmo que había meditado durante la noche lo había llevado a una comprensión más profunda de la grandeza de Dios. *»¿Quién podrá entender sus errores? Líbrame de los que me son ocultos»*, oró en voz baja, reconociendo su propia fragilidad ante la majestad del Creador. Pero también supo que, así como el cielo proclamaba la gloria de Dios sin cesar, él también estaba llamado a vivir una vida que glorificara a su Hacedor.
Con el corazón lleno de paz, Eliab guió a su rebaño de regreso al redil. Sabía que, aunque él era solo un humilde pastor en las colinas de Judea, su vida tenía un propósito eterno. Y mientras caminaba, el cielo seguía hablando, las estrellas seguían brillando, y la creación entera continuaba alabando al Dios que la había hecho. *»Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía y redentor mío»*, concluyó Eliab, sabiendo que su vida, como el cielo y la tierra, estaba destinada a glorificar a Aquel que lo había creado.