Biblia Sagrada

Renovación del Pacto: Confesión y Fidelidad en Jerusalén

**El Gran Día de Confesión y Renovación del Pacto**

El sol comenzaba a elevarse sobre Jerusalén, iluminando las antiguas murallas que Nehemías y el pueblo habían reconstruido con tanto esfuerzo. Era un día especial, un día de solemnidad y reflexión. El pueblo de Israel, vestido con ropas sencillas y con ceniza en sus cabezas como señal de humildad, se reunió en la plaza frente a la Puerta de las Aguas. El aire estaba cargado de un profundo sentido de reverencia, y el silencio solo era interrumpido por el susurro de las oraciones y el llanto de arrepentimiento.

Los levitas, liderados por Jesúa, Bani, Cadmiel, Sebanías, Buní, Serebías, Baní y Quenani, se colocaron en una plataforma elevada para dirigir al pueblo. Con voces claras y llenas de emoción, comenzaron a invocar al Señor, el Dios de Israel, recordando su grandeza y su fidelidad a lo largo de las generaciones. El pueblo, de pie, escuchaba con atención, sus corazones latiendo al unísono con las palabras que resonaban en el aire.

Uno de los levitas, con voz firme y solemne, comenzó a recordar la historia de Israel, desde los días de Abraham hasta el presente. «Tú, oh Señor, eres el Dios que eligió a Abram y lo sacó de Ur de los caldeos. Le cambiaste el nombre a Abraham y le hiciste una promesa: que su descendencia sería tan numerosa como las estrellas del cielo. Cumpliste tu palabra, porque nos has hecho un pueblo numeroso y nos has traído a esta tierra que fluye leche y miel.»

El relato continuó, describiendo cómo Dios había liberado a Israel de la esclavitud en Egipto con mano poderosa y brazo extendido. «Viste la aflicción de nuestros padres en Egipto y oíste su clamor junto al Mar Rojo. Realizaste señales y prodigios contra el faraón, contra todos sus siervos y contra todo el pueblo de su tierra, porque sabías que con soberbia los habían tratado. Te hiciste un nombre glorioso que perdura hasta el día de hoy.»

El levita hizo una pausa, y el pueblo, con lágrimas en los ojos, respondió con un murmullo de asentimiento. Todos recordaban las maravillas que Dios había hecho por sus antepasados. Pero la historia no terminaba allí. El levita continuó, recordando cómo Dios había guiado a Israel a través del desierto con una columna de nube de día y una columna de fuego de noche. «Les diste tu buen Espíritu para instruirlos. No les negaste el maná para su sustento ni el agua para su sed. Durante cuarenta años los sustentaste en el desierto, y nada les faltó.»

Sin embargo, el relato también incluía los momentos de rebelión y desobediencia del pueblo. «Pero ellos y nuestros padres se llenaron de soberbia, endurecieron su cerviz y no escucharon tus mandamientos. Se negaron a obedecer y no se acordaron de tus maravillas que habías hecho con ellos. Endurecieron su cerviz y, en su rebelión, designaron un capitán para volver a su esclavitud en Egipto. Pero tú, oh Dios, eres clemente y misericordioso, tardo para la ira y grande en misericordia, y no los abandonaste.»

El levita describió cómo, a pesar de la infidelidad de Israel, Dios había sido fiel. Les había dado la tierra de Canaán, derrotando a reyes poderosos y entregando sus ciudades en manos de los israelitas. «Les diste reinos y pueblos, y los repartiste por toda la región. Poseyeron la tierra de Sehón, rey de Hesbón, y la tierra de Og, rey de Basán. Multiplicaste sus hijos como las estrellas del cielo y los introdujiste en la tierra que habías prometido a sus padres que entrarían para poseerla.»

Pero una y otra vez, el pueblo había caído en la idolatría y la desobediencia. «Se hicieron un becerro de fundición y dijeron: ‘Este es tu Dios que te sacó de Egipto’, y cometieron grandes blasfemias. Pero tú, en tu gran misericordia, no los abandonaste en el desierto. La columna de nube no se apartó de ellos de día para guiarlos por el camino, ni la columna de fuego de noche para alumbrarles el camino por donde habían de ir.»

El levita continuó recordando cómo Dios había enviado profetas para amonestar al pueblo, pero ellos no habían escuchado. «Les enviaste a tus siervos los profetas para que los volvieran a ti, pero ellos no hicieron caso y mataron a tus profetas, que testificaban contra ellos para hacerlos volver a ti. Cometieron grandes blasfemias.»

Finalmente, el levita llegó al presente. «Por tanto, tú los entregaste en mano de sus enemigos, los cuales los afligieron. Pero en el tiempo de su aflicción clamaron a ti, y tú desde los cielos los oíste; y según tus muchas misericordias les diste libertadores que los salvaron de mano de sus enemigos.»

El pueblo, al escuchar estas palabras, se postró rostro en tierra y confesó sus pecados y los de sus padres. «Pero después que tenían descanso, volvían a hacer lo malo delante de ti; por lo cual los abandonaste en mano de sus enemigos, que se enseñorearon de ellos. Pero cuando volvían y clamaban a ti, tú los oías desde los cielos; y según tus misericordias los libraste muchas veces.»

El levita concluyó con una súplica: «Ahora, pues, Dios nuestro, Dios grande, fuerte y temible, que guardas el pacto y la misericordia, no sea tenido en poco delante de ti todo el trabajo que nos ha alcanzado, a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros sacerdotes, a nuestros profetas, a nuestros padres y a todo tu pueblo, desde los días de los reyes de Asiria hasta este día. Tú, oh Señor, eres justo en todo lo que ha venido sobre nosotros; porque rectamente has hecho, mas nosotros hemos hecho lo malo.»

El pueblo, con corazones quebrantados, se levantó y juró solemnemente renovar su pacto con Dios. Prometieron obedecer sus mandamientos, guardar sus estatutos y no volver a casarse con los pueblos paganos que los rodeaban. Escribieron un documento y lo sellaron con sus nombres, comprometiéndose a ser fieles al Señor.

El día terminó con una gran celebración, pero también con un profundo sentido de responsabilidad. Sabían que, aunque Dios era fiel, ellos debían caminar en obediencia. Y así, con corazones renovados y una firme determinación, el pueblo de Israel se comprometió a seguir a su Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios que los había rescatado una y otra vez con su gran misericordia.

Y Jerusalén, la ciudad santa, resonó con alabanzas al Señor, mientras el sol se ponía sobre las murallas, recordando a todos que, aunque el camino era difícil, la fidelidad de Dios era eterna.

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