Biblia Sagrada

La Prueba de la Fe: Eliab y la Fortaleza en Santiago

**La Prueba de la Fe: Una Historia Basada en Santiago 1**

En una pequeña aldea rodeada de colinas verdes y campos de trigo dorado, vivía un hombre llamado Eliab. Era un hombre sencillo, de manos callosas por el trabajo en el campo y un corazón lleno de fe en Dios. Eliab había crecido escuchando las historias de los patriarcas y los profetas, y desde niño había aprendido a confiar en la sabiduría del Señor. Sin embargo, su vida no estaba exenta de dificultades. La aldea, aunque hermosa, era azotada por sequías esporádicas, y las cosechas no siempre eran abundantes. Además, Eliab había perdido a su esposa años atrás, y ahora criaba solo a su hijo pequeño, Samuel.

Una mañana, mientras el sol apenas comenzaba a pintar el cielo de tonos anaranjados, Eliab se arrodilló en su humilde hogar para orar. «Señor,» susurró con voz temblorosa, «sé que tú eres bueno y que tus caminos son perfectos. Pero mi corazón está pesado. Las pruebas son muchas, y a veces siento que no tengo fuerzas para seguir adelante.» Sus palabras se mezclaron con el aroma del pan recién horneado que preparaba para el desayuno.

Mientras oraba, recordó las palabras que había escuchado en la sinagoga el sábado anterior. El rabino había leído de una carta escrita por Santiago, el hermano del Señor: *»Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia.»* (Santiago 1:2-3). En ese momento, las palabras le habían parecido difíciles de entender. ¿Cómo podía alguien regocijarse en medio del sufrimiento? Pero ahora, arrodillado en su casa, Eliab sintió que el Espíritu de Dios le hablaba al corazón.

«Eliab,» parecía decirle una voz suave pero firme, «las pruebas que enfrentas no son para destruirte, sino para fortalecerte. Confía en mí, y yo te guiaré.»

Eliab se levantó con un nuevo sentido de propósito. Decidió que, en lugar de quejarse de sus circunstancias, buscaría la sabiduría de Dios para enfrentarlas. Recordó otra parte de la carta de Santiago: *»Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.»* (Santiago 1:5). Con fe, Eliab pidió sabiduría al Señor, confiando en que Él le mostraría el camino.

Días después, la aldea enfrentó una nueva prueba. Una plaga de langostas descendió sobre los campos, devorando las cosechas que tanto esfuerzo les había costado cultivar. Los aldeanos estaban desesperados, y algunos incluso comenzaron a murmurar contra Dios. Pero Eliab, recordando las palabras de Santiago, se mantuvo firme. «Hermanos,» les dijo en una reunión en la plaza del pueblo, «no dejemos que la amargura tome control de nuestros corazones. Esta prueba es una oportunidad para confiar en Dios y para que nuestra fe sea fortalecida.»

Algunos lo miraron con escepticismo, pero otros, inspirados por su fe, decidieron unirse a él en oración. Juntos, clamaron al Señor pidiendo sabiduría y ayuda. Y Dios, fiel a sus promesas, les respondió. Un anciano de la aldea recordó una técnica antigua para ahuyentar a las langostas usando humo y ciertas hierbas aromáticas. Con esfuerzo y colaboración, lograron salvar parte de la cosecha.

Aunque la prueba no desapareció de la noche a la mañana, Eliab y los aldeanos aprendieron a verla de una manera diferente. Comprendieron que, como Santiago había escrito, *»la prueba de vuestra fe produce paciencia.»* Y con paciencia, comenzaron a ver cómo Dios obraba en medio de sus dificultades.

Con el tiempo, Eliab notó un cambio en su propio corazón. Ya no se sentía abrumado por las circunstancias, sino que encontraba gozo en saber que Dios estaba obrando en su vida. Aprendió a ser *»pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse»* (Santiago 1:19), y su ejemplo inspiró a otros a seguir a Cristo con mayor devoción.

Una tarde, mientras caminaba por el campo con su hijo Samuel, Eliab le habló de las lecciones que había aprendido. «Hijo,» le dijo, «la vida está llena de pruebas, pero Dios nos ha dado su Palabra para guiarnos. Si confiamos en Él, Él nos dará la sabiduría que necesitamos y hará que nuestra fe crezca.»

Samuel, con los ojos brillantes de curiosidad, preguntó: «¿Y cómo sabemos que Dios está con nosotros, padre?»

Eliab sonrió y señaló hacia el horizonte, donde el sol se ponía en un espectáculo de colores. «Mira, Samuel. Así como el sol sale y se pone cada día, la fidelidad de Dios nunca cambia. Él está con nosotros en las buenas y en las malas. Solo debemos confiar en Él y seguir sus mandamientos.»

Y así, en aquella aldea rodeada de colinas, la fe de Eliab y su familia continuó creciendo, como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da su fruto a su tiempo y cuyas hojas no se marchitan (Salmo 1:3). Las pruebas no cesaron, pero Eliab aprendió a verlas como herramientas en las manos de un Dios amoroso, que lo estaba moldeando para ser más semejante a Cristo.

Y en cada amanecer, Eliab recordaba las palabras de Santiago: *»Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman.»* (Santiago 1:12). Con esa promesa en su corazón, seguía adelante, confiando en que un día, en la presencia de Dios, todas las pruebas habrían valido la pena.

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