Biblia Sagrada

David Muestra Misericordia al Rey Saúl

En aquellos días, cuando Saúl aún reinaba sobre Israel, su corazón ardía de celos y enojo contra David, a quien el Señor había ungido como futuro rey. A pesar de que David había demostrado lealtad y bondad hacia Saúl, el rey no podía sacudirse el temor de que David le arrebatara el trono. Así que, una vez más, Saúl reunió a tres mil hombres escogidos de Israel y salió en busca de David, decidido a acabar con su vida.

David, por su parte, se encontraba en el desierto de Zif, refugiándose en las colinas rocosas y en los lugares más remotos para evitar ser encontrado. Aunque sabía que Saúl lo perseguía, David confiaba en que el Señor lo protegería y cumpliría Su promesa. Una noche, mientras David y sus hombres descansaban en el campamento, Abisai, uno de sus valientes guerreros y sobrino suyo, se acercó a él con noticias urgentes.

—Mi señor —dijo Abisai en voz baja—, nuestros exploradores han visto el campamento de Saúl. Está acampado en la colina de Haquila, junto al camino del desierto. Allí duerme, rodeado de sus hombres.

David escuchó atentamente y luego se levantó con determinación. Sabía que esta era una oportunidad única, pero también una prueba de su fe y de su integridad.

—Abisai —dijo David—, ven conmigo. Vamos a ver el campamento de Saúl.

Los dos hombres se deslizaron sigilosamente entre las sombras de la noche, evitando ser detectados por los guardias que vigilaban el perímetro del campamento. La luna brillaba tenuemente en el cielo, iluminando apenas el terreno pedregoso. Cuando llegaron al lugar donde Saúl dormía, vieron al rey tendido en el suelo, envuelto en su manto, con su lanza clavada en el suelo a su cabecera. Junto a él estaba Abner, el comandante de su ejército, y los demás soldados dormían profundamente alrededor.

Abisai susurró a David con voz emocionada:

—Dios ha entregado a tu enemigo en tus manos esta noche. Déjame clavarle la lanza al suelo de un solo golpe. No necesitaré un segundo intento.

David, sin embargo, se negó con firmeza. Su corazón estaba lleno de respeto por el ungido del Señor, a pesar de los intentos de Saúl de matarlo.

—No lo mates —dijo David—. ¿Quién puede extender su mano contra el ungido del Señor y quedar impune? El Señor lo ha ungido como rey, y Él mismo se encargará de juzgarlo. Tal vez el Señor lo hiera, o tal vez llegue su día y muera, o baje a la batalla y perezca. Pero el Señor me libre de extender mi mano contra el ungido del Señor. Toma, pues, la lanza que está a su cabecera y la jarra de agua, y vámonos.

Abisai obedeció y tomó la lanza y la jarra de agua que estaban junto a Saúl. Luego, los dos hombres se alejaron en silencio, sin que nadie en el campamento se diera cuenta de su presencia, porque el Señor había hecho caer un sueño profundo sobre todos ellos.

Cuando estuvieron a una distancia segura, David se detuvo en la cima de una colina y alzó su voz con fuerza, dirigiéndose a Abner y a los hombres de Saúl.

—¡Abner, hijo de Ner! —gritó David—. ¿No vas a responder?

Abner se despertó sobresaltado y respondió con voz ronca:

—¿Quién eres tú que gritas y despiertas al rey?

David continuó, con una mezcla de ironía y reproche:

—¿No eres tú un hombre valiente, Abner? ¿Quién en Israel hay como tú? ¿Por qué, entonces, no has protegido a tu señor el rey? Alguno del pueblo ha venido esta noche a matar a tu señor el rey. Lo que has hecho no está bien. ¡Juro por el Señor que merecen morir, porque no han protegido a su señor, al ungido del Señor! Mira ahora dónde están la lanza del rey y la jarra de agua que estaban a su cabecera.

Saúl, al oír la voz de David, reconoció de inmediato quién era. Con el corazón agitado, llamó a David:

—¿Es esa tu voz, hijo mío David?

David respondió con humildad y respeto:

—Sí, mi señor y rey, es mi voz. ¿Por qué persigues a tu siervo? ¿Qué he hecho? ¿Qué mal hay en mi mano? Si el Señor te ha incitado contra mí, que Él acepte una ofrenda. Pero si son hombres los que te han instigado, malditos sean delante del Señor, porque me han expulsado hoy para que no tenga parte en la heredad del Señor, diciendo: «Ve, sirve a otros dioses». Que no sea mi sangre derramada lejos del rostro del Señor, porque el rey de Israel ha salido a buscar una pulga, como quien persigue una perdiz en los montes.

Saúl, conmovido por las palabras de David, sintió un profundo remordimiento. Su voz tembló al responder:

—He pecado. Vuelve, hijo mío David, porque no te haré más mal, ya que mi vida ha sido preciosa a tus ojos hoy. He actuado como un necio y he errado en gran manera.

David, sin embargo, sabía que no podía confiar plenamente en las palabras de Saúl. Así que respondió con sabiduría:

—Aquí está la lanza del rey. Que venga uno de los jóvenes y la tome. El Señor pagará a cada uno según su justicia y su fidelidad. El Señor entregó hoy a tu señor en mis manos, pero no quise extender mi mano contra el ungido del Señor. Y así como tu vida ha sido de gran valor para mí hoy, que mi vida sea de gran valor para el Señor, y que Él me libre de toda angustia.

Saúl, con lágrimas en los ojos, bendijo a David:

—Bendito seas, hijo mío David. Sin duda, harás grandes cosas y prevalecerás.

David y sus hombres se alejaron entonces, mientras Saúl regresaba a su campamento con el corazón pesado. David, por su parte, continuó su camino, confiando en que el Señor lo guiaría y lo protegería en cada paso. Sabía que su destino estaba en las manos de Dios, y que ningún hombre, ni siquiera el rey Saúl, podría frustrar los planes del Señor.

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