**El Llamado del Creador: Una Historia Basada en el Salmo 50**
En los días antiguos, cuando la tierra aún resonaba con la voz del Creador y los montes se erguían como testigos silenciosos de su gloria, Dios, el Señor de los ejércitos, decidió convocar a su pueblo. No era un llamado cualquiera, sino uno solemne, un llamado que sacudiría los cimientos de la tierra y haría temblar los corazones de los hombres.
Desde el oriente hasta el occidente, desde los valles más profundos hasta las cumbres más altas, la voz de Dios se escuchó como un trueno que retumbaba en el firmamento. «¡Escuchen, pueblo mío! ¡Escuchen, hijos de Israel!», clamó el Señor. «Yo soy Dios, el Dios de vuestros padres, el que os sacó de la tierra de Egipto, el que os guió por el desierto y os dio la tierra prometida. Hoy me levanto para hablar, para juzgar a mi pueblo con justicia y verdad».
El sol brillaba con una intensidad inusual aquel día, como si el cielo mismo se inclinara para presenciar el juicio divino. Los montes de Sión, aquellos que habían sido testigos de las alianzas y las promesas de Dios, se estremecieron bajo el peso de su presencia. Las nubes se arremolinaron en el horizonte, y un viento poderoso comenzó a soplar, llevando consigo el aroma de la santidad y el fuego consumidor del Altísimo.
Dios convocó a todos los habitantes de la tierra, desde los más humildes pastores hasta los reyes que se sentaban en tronos de marfil. «Traed ante mí a mis fieles, aquellos que han hecho pacto conmigo mediante sacrificios», dijo el Señor. Y así fue como una multitud incontable se congregó en las faldas del monte sagrado. Los sacerdotes vestidos con sus túnicas blancas llevaban en sus manos los corderos y las ofrendas, mientras que el pueblo, con rostros solemnes, esperaba en silencio.
Pero cuando todos estuvieron reunidos, Dios habló de nuevo, y su voz resonó como el sonido de muchas aguas. «No voy a reprenderos por vuestros sacrificios, pues vuestros holocaustos están siempre delante de mí. Los toros que ofrecéis, los machos cabríos que quemáis en el altar, todo eso ya lo conozco. Pero ¿creéis que me complace la sangre de los animales? ¿Acaso pensáis que necesito comer la carne de los becerros o beber la sangre de los carneros?»
El pueblo quedó atónito ante estas palabras. Muchos bajaron la cabeza, sintiendo el peso de la verdad en sus corazones. Dios continuó: «El mundo entero es mío, y todo lo que en él habita. Si tuviera hambre, no os lo diría a vosotros, porque mío es el ganado sobre mil colinas. Conozco todas las aves del cielo, y todo lo que se mueve en los campos es mío. ¿Acaso pensáis que vuestros sacrificios me hacen falta?»
Entonces, el Señor alzó su voz con una autoridad que hizo temblar a los montes. «Lo que yo deseo es un corazón agradecido. Ofrecedme sacrificios de acción de gracias, cumplid vuestros votos al Altísimo. Invócame en el día de la angustia, y yo te libraré, y tú me honrarás».
Pero no todos escucharon con humildad. Algunos, aquellos que habían vivido en hipocresía, que ofrecían sacrificios con manos manchadas de injusticia, sintieron que sus corazones se encogían de miedo. Dios los miró con ojos que penetraban hasta lo más profundo de sus almas y dijo: «¿Por qué recitáis mis estatutos y habláis de mi pacto, si odiáis la corrección y echáis mis palabras tras de vosotros? Si veis a un ladrón, os unís a él; si encontráis un adúltero, os complacéis en su compañía. Vuestra boca está llena de maldad, y vuestra lengua urde engaños».
El silencio que siguió fue abrumador. Los montes parecían inclinarse aún más, como si quisieran escapar de la presencia del Juez justo. Pero Dios, en su misericordia, no terminó su discurso con palabras de condenación. En lugar de eso, extendió una invitación llena de gracia: «El que ofrece sacrificios de acción de gracias me honra; al que ordena bien su camino, yo le mostraré la salvación de Dios».
Y así, aquel día, muchos comprendieron que el verdadero culto no se trata de rituales vacíos ni de ofrendas mecánicas, sino de un corazón quebrantado y contrito, de una vida entregada a la voluntad del Creador. Los montes de Sión, testigos de aquel juicio, guardaron en su memoria el eco de las palabras de Dios, recordando a las generaciones futuras que el Señor no se complace en la apariencia de la religión, sino en la sinceridad de la fe.
Y desde aquel día, el pueblo de Israel aprendió a invocar el nombre del Señor con reverencia, ofreciendo no solo sacrificios en el altar, sino también sus vidas como ofrendas vivas, santas y agradables a Dios. Porque el Dios de Israel, el Creador del cielo y de la tierra, no busca la perfección de las ceremonias, sino la transformación de los corazones.
Y así, el Salmo 50 quedó grabado en la historia como un recordatorio eterno: «Ofrece a Dios sacrificios de acción de gracias, y cumple tus votos al Altísimo. Invócame en el día de la angustia; yo te libraré, y tú me honrarás».