**La Historia de la Santidad en el Campamento**
En los días en que Israel acampaba en el desierto, bajo la dirección de Moisés, el Señor les dio leyes y mandamientos para que vivieran como un pueblo santo, apartado para Él. Entre estas leyes, había una que hablaba sobre la pureza del campamento, como está escrito en Deuteronomio 23. Esta ley no era simplemente una regla, sino un recordatorio de que el Dios de Israel era santo y que Su presencia habitaba en medio de ellos.
El sol ardiente del desierto caía sobre las tiendas de Israel, y el polvo se levantaba con el viento que soplaba entre las filas de las tribus. El campamento estaba organizado con precisión: las doce tribus rodeaban el Tabernáculo, el lugar donde la gloria de Dios descendía. Cada mañana, los sacerdotes se acercaban al altar para ofrecer sacrificios, y el humo del incienso ascendía hacia el cielo como un aroma agradable al Señor.
Un día, mientras el pueblo se preparaba para continuar su viaje hacia la Tierra Prometida, Moisés reunió a los líderes de las tribus para recordarles las leyes que el Señor había establecido. Con voz solemne, les dijo: «El Señor nuestro Dios camina en medio de nuestro campamento. Por eso, debemos mantenernos santos, porque Él es santo. No permitan que haya impureza entre nosotros, para que Él no se aparte de nosotros».
Moisés continuó explicando las palabras de Deuteronomio 23: «Si alguien tiene una emisión nocturna, saldrá fuera del campamento y no volverá a entrar hasta que se haya purificado al atardecer. Esto es para mantener la santidad del lugar donde el Señor habita». Los líderes asintieron con reverencia, comprendiendo que incluso las cosas que parecían pequeñas o naturales eran importantes para Dios.
También les recordó: «Designen un lugar fuera del campamento para que los hombres vayan a aliviarse. Lleven una estaca con ustedes, y cuando hayan terminado, caven un hoyo y cubran sus desechos. El Señor camina en medio de ustedes para protegerlos y entregarles a sus enemigos. Por eso, el campamento debe estar limpio, para que Él no vea en ustedes nada indecente y se aparte de ustedes».
El pueblo escuchó atentamente, y desde ese día, siguieron estas instrucciones con cuidado. Cada mañana, los hombres salían fuera del campamento con sus estacas, y después de hacer sus necesidades, cavaban y cubrían todo con tierra. Era un acto sencillo, pero lleno de significado: un recordatorio de que incluso en las cosas más comunes, debían honrar a Dios.
Pero no solo se trataba de la limpieza física. Moisés también les habló sobre la pureza moral y espiritual. «No permitan que entre en la asamblea del Señor nadie que haya cometido actos de maldad, como los que adoran ídolos o practican la hechicería. Tampoco permitan que los amonitas o moabitas entren en la asamblea, porque no salieron a recibirlos con pan y agua cuando venían de Egipto, y porque contrataron a Balaam para maldecirlos. Sin embargo, el Señor convirtió esa maldición en bendición, porque los ama».
Los israelitas recordaron cómo Balac, rey de Moab, había intentado maldecirlos a través de Balaam, pero Dios había intervenido y, en lugar de maldición, había habido bendición. Esto les recordaba que el Señor era fiel y que Su protección era más poderosa que cualquier enemigo.
Moisés continuó: «No aborrezcan al edomita, porque es su hermano, ni al egipcio, porque fueron extranjeros en su tierra. Los hijos de sus descendientes, en la tercera generación, podrán entrar en la asamblea del Señor». Estas palabras mostraban que, aunque había límites, también había gracia y misericordia para aquellos que se arrepentían y buscaban al Señor.
El pueblo entendió que estas leyes no eran para oprimirlos, sino para protegerlos y guiarlos en su relación con Dios. Cada detalle, desde la higiene personal hasta las relaciones con otras naciones, estaba diseñado para recordarles que eran un pueblo apartado, un reino de sacerdotes y una nación santa.
A medida que el sol se ponía en el horizonte, el campamento se llenaba de un silencio reverente. Los israelitas sabían que el Dios que los había sacado de Egipto con mano poderosa y brazo extendido estaba con ellos en el desierto. Y aunque las leyes podían parecer difíciles de entender en ocasiones, confiaban en que el Señor sabía lo que era mejor para ellos.
Así, Israel continuó su viaje, llevando consigo no solo las tablas de la ley, sino también el corazón de la ley: amar al Señor con todo su corazón, alma y fuerzas, y caminar en santidad delante de Él. Porque sabían que, al final, no se trataba de reglas, sino de una relación con el Dios vivo, que los había elegido para ser Su pueblo especial.
Y en medio del campamento, la columna de nube durante el día y la columna de fuego durante la noche les recordaba que el Señor estaba con ellos, guiándolos, protegiéndolos y santificándolos para Su gloria.