**La Batalla de Gabaón y el Día en que el Sol se Detuvo**
En aquellos días, cuando Josué y los hijos de Israel habían conquistado Jericó y Hai, los reyes de Canaán comenzaron a temblar de miedo. Las noticias de las victorias de Israel se esparcieron como fuego en un campo seco, y los corazones de los reyes cananeos se llenaron de terror. Entre ellos, Adonisedec, rey de Jerusalén, escuchó que Gabaón, una ciudad grande y poderosa, había hecho pacto con Josué y los israelitas. Esto lo enfureció, pues Gabaón era una ciudad importante, y su alianza con Israel fortalecía aún más a este pueblo que ya parecía invencible.
Adonisedec convocó a los reyes de Hebrón, de Jerimot, de Laquis y de Eglón, y les dijo: «Subamos contra Gabaón y castiguémosla por haberse aliado con Josué y los hijos de Israel. No podemos permitir que su traición nos debilite». Los reyes aceptaron y reunieron sus ejércitos, marchando hacia Gabaón con la intención de sitiarla y destruirla.
Los gabaonitas, al ver el enorme ejército que se acercaba, enviaron mensajeros apresurados a Josué al campamento de Gilgal. Los mensajeros llegaron exhaustos y suplicaron: «No abandones a tus siervos. Sube pronto a nosotros para salvarnos y ayudarnos, porque todos los reyes de los amorreos que habitan en las montañas se han unido contra nosotros».
Josué, recordando el pacto que había hecho con Gabaón, no dudó en actuar. Sabía que el Señor estaba con él, y que no podía dejar que sus aliados fueran destruidos. Así que reunió a todo su ejército, incluyendo a los hombres más valientes y experimentados, y partió de Gilgal hacia Gabaón. La marcha fue larga y agotadora, pero Josué confiaba en que el Señor les daría la victoria.
Al llegar cerca de Gabaón, el Señor habló a Josué y le dijo: «No temas, porque los he entregado en tus manos; ninguno de ellos podrá hacerte frente». Estas palabras llenaron a Josué de valor, y ordenó a sus hombres que atacaran por sorpresa al amanecer. Los israelitas cayeron sobre el campamento enemigo como un torrente imparable, tomando a los reyes y sus ejércitos completamente por sorpresa.
La batalla fue feroz. Los israelitas, guiados por la mano de Dios, lucharon con una fuerza sobrenatural. Los amorreos intentaron resistir, pero el pánico se apoderó de ellos, y comenzaron a huir en desbandada. El Señor envió granizo desde el cielo, y las piedras cayeron sobre los enemigos de Israel, matando a más de los que morían por la espada. Fue una demostración clara del poder de Dios, quien luchaba por su pueblo.
Mientras los amorreos huían por el camino de Bet-horón, Josué, lleno de fe, clamó al Señor en presencia de Israel y dijo: «Sol, detente en Gabaón; y tú, luna, en el valle de Ajalón». Y el sol se detuvo, y la luna se paró, hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos. El día se alargó de manera milagrosa, dando a los israelitas tiempo suficiente para completar su victoria. Nunca antes ni después hubo un día como aquel, en el que el Señor escuchó la voz de un hombre, porque el Señor peleaba por Israel.
Josué y su ejército persiguieron a los amorreos hasta las ciudades de Maqueda, Libna, Laquis, Eglón, Hebrón y Debir, conquistándolas una tras otra. Ningún rey ni ejército pudo resistir el avance de Israel, porque el Señor estaba con ellos. Finalmente, los cinco reyes que habían atacado Gabaón fueron capturados y llevados ante Josué. Él los humilló ante su pueblo y los ejecutó, colgando sus cuerpos en árboles hasta el atardecer, como señal de la justicia divina.
Después de esta gran victoria, Josué y los israelitas regresaron al campamento en Gilgal. El pueblo celebró con alegría, sabiendo que el Señor había cumplido su promesa y les había dado la tierra de Canaán. Josué, lleno de gratitud, alabó al Señor y recordó a su pueblo que la victoria no había sido por su propia fuerza, sino por la mano poderosa de Dios.
Así, la batalla de Gabaón se convirtió en un testimonio eterno del poder y la fidelidad de Dios. El sol que se detuvo en el cielo fue una señal para todas las generaciones futuras de que el Señor es quien gobierna los cielos y la tierra, y que no hay nada imposible para aquel que confía en Él.