En el desierto de Sinaí, el pueblo de Israel acampaba bajo la dirección de Moisés y Aarón, siguiendo las instrucciones del Señor. Sin embargo, no todos estaban contentos con el liderazgo que Dios había establecido. Entre los israelitas surgió un grupo de hombres que comenzó a cuestionar la autoridad de Moisés y Aarón. Este grupo estaba liderado por Coré, hijo de Izhar, de la tribu de Leví, junto con Datán y Abiram, hijos de Eliab, y On, hijo de Pelet, de la tribu de Rubén. Estos hombres eran líderes influyentes entre el pueblo, y su descontento comenzó a extenderse como un fuego silencioso que amenazaba con consumir la unidad de Israel.
Coré, siendo levita, había sido apartado por Dios para servir en el tabernáculo, pero no estaba satisfecho con su posición. Él ambicionaba más poder y autoridad. Un día, Coré se acercó a Moisés junto con doscientos cincuenta hombres de renombre, líderes de la congregación, y les dijo con voz firme y desafiante: «¡Basta ya! Todos nosotros somos santos, y el Señor está en medio de nosotros. ¿Por qué, entonces, os eleváis vosotros por encima de la asamblea del Señor?»
Moisés escuchó estas palabras con tristeza y preocupación. Sabía que el corazón de Coré estaba lleno de orgullo y rebelión, y que su deseo no era honrar a Dios, sino satisfacer su propia ambición. Moisés, humilde y confiado en el Señor, se postró rostro en tierra y oró por sabiduría. Luego, se levantó y respondió con calma: «Mañana por la mañana, el Señor mostrará quién le pertenece y quién es santo. Que cada uno de vosotros tome su incensario y ponga incienso en él, y preséntese ante el Señor. El hombre a quien el Señor elija, ese será el santo.»
Al día siguiente, Coré y sus seguidores se presentaron en la entrada del tabernáculo con sus incensarios, listos para desafiar la autoridad de Moisés y Aarón. El pueblo de Israel se congregó alrededor, expectante y temeroso, mientras Moisés y Aarón se mantenían firmes, confiando en la justicia de Dios. Entonces, la gloria del Señor apareció sobre el tabernáculo, y una nube luminosa cubrió el lugar. Dios habló a Moisés y a Aarón, diciendo: «Apartaos de esta congregación, porque en un momento los consumiré.»
Moisés, lleno de compasión por el pueblo, intercedió ante el Señor: «Oh Dios, Dios de los espíritus de toda carne, ¿acaso un hombre peca, y te airarás contra toda la congregación?» El Señor escuchó la súplica de Moisés y le ordenó que advirtiera al pueblo que se alejara de las tiendas de Coré, Datán y Abiram.
Moisés obedeció y se dirigió a la congregación, diciendo: «Apartaos de las tiendas de estos hombres impíos, y no toquéis nada de lo que les pertenece, para que no perezcáis a causa de sus pecados.» El pueblo, temeroso, retrocedió, dejando a Coré, Datán, Abiram y sus familias aislados. Entonces, Moisés declaró: «En esto conoceréis que el Señor me ha enviado para hacer todas estas cosas, y que no las he hecho por mi propia voluntad. Si estos hombres mueren como mueren todos los hombres, entonces el Señor no me ha enviado. Pero si el Señor hace algo nuevo, y la tierra abre su boca y los traga con todo lo que les pertenece, y descienden vivos al Seol, entonces sabréis que estos hombres han despreciado al Señor.»
Apenas Moisés terminó de hablar, la tierra bajo los pies de Coré, Datán y Abiram comenzó a temblar violentamente. Con un estruendo ensordecedor, la tierra se abrió y los tragó a ellos, a sus familias y a todos sus bienes. Los gritos de terror se escucharon por un momento, y luego todo quedó en silencio. La tierra se cerró sobre ellos, y desaparecieron de entre la congregación de Israel. El pueblo, aterrorizado, huyó gritando: «¡No sea que la tierra nos trague también!»
Pero el juicio de Dios no había terminado. El fuego del Señor descendió del cielo y consumió a los doscientos cincuenta hombres que habían ofrecido incienso con Coré. Sus cuerpos quedaron reducidos a cenizas, y un olor a quemado llenó el aire. El pueblo, ahora completamente aterrorizado, comenzó a murmurar contra Moisés y Aarón, acusándolos de haber matado a los hombres del Señor.
Dios, viendo la rebelión persistente en el corazón del pueblo, envió una plaga que comenzó a diezmar a los israelitas. Moisés, compadecido, le dijo a Aarón: «Toma tu incensario, pon fuego del altar y pon incienso en él, y ve rápidamente a la congregación para hacer expiación por ellos, porque la ira ha salido de la presencia del Señor; la plaga ha comenzado.»
Aarón obedeció y corrió en medio del pueblo con el incensario en la mano. Se colocó entre los vivos y los muertos, y la plaga se detuvo. Pero ya habían muerto catorce mil setecientos hombres, además de los que habían perecido con Coré. El pueblo, ahora arrepentido, se postró ante el Señor, reconociendo su pecado y la justicia de Dios.
Para recordar este juicio y evitar futuras rebeliones, Dios le ordenó a Moisés que recogiera los incensarios de los hombres consumidos por el fuego y los convirtiera en láminas para cubrir el altar. Esto serviría como una señal para las generaciones futuras, de que nadie que no fuera descendiente de Aarón debía acercarse a ofrecer incienso ante el Señor, para no sufrir el mismo destino que Coré y sus seguidores.
Así, el juicio de Dios sobre la rebelión de Coré quedó grabado en la memoria de Israel como un recordatorio solemne de la santidad de Dios y la importancia de obedecer Sus mandamientos. Moisés y Aarón continuaron guiando al pueblo con humildad y fidelidad, confiando en que el Señor es justo y misericordioso, y que Su voluntad siempre prevalece.