**La Elección del Lugar de Adoración**
En los días en que el pueblo de Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, se preparaba para entrar en la tierra prometida, Moisés, el siervo fiel de Dios, reunió a toda la congregación al pie del monte Nebo. El sol brillaba con fuerza sobre el desierto, y el viento cálido acariciaba los rostros de aquellos que habían caminado por años bajo la guía divina. Moisés, con su barba blanca y su rostro resplandeciente por haber estado en la presencia del Señor, alzó su voz para transmitir las palabras que Dios le había encomendado.
«Hijos de Israel», comenzó Moisés, con una voz firme y llena de autoridad, «escuchen atentamente las palabras que el Señor, nuestro Dios, les ha dado hoy. Ustedes están a punto de cruzar el Jordán y entrar en la tierra que el Señor, el Dios de sus padres, les ha dado como herencia. Es una tierra buena, una tierra que fluye leche y miel, donde no les faltará nada. Pero deben recordar que no es por su justicia o por su rectitud que el Señor les da esta tierra, sino por la fidelidad de sus promesas a Abraham, Isaac y Jacob».
El pueblo escuchaba en silencio, con los corazones llenos de expectativa y reverencia. Moisés continuó: «Cuando entren en la tierra, el Señor les dará descanso de todos sus enemigos alrededor, y vivirán en seguridad. Entonces, deberán buscar el lugar que el Señor, su Dios, escoja de entre todas sus tribus para poner allí su nombre y habitar. A ese lugar llevarán todo lo que yo les ordene: sus holocaustos, sus sacrificios, sus diezmos, las ofrendas elevadas de sus manos, y todo lo más selecto de sus votos que hayan prometido al Señor».
Moisés hizo una pausa y miró a la multitud con ojos llenos de compasión y seriedad. «No harán como hacemos hoy aquí, donde cada uno hace lo que bien le parece. Porque aún no han entrado en el lugar de descanso y en la heredad que el Señor, su Dios, les da. Pero cuando crucen el Jordán y habiten en la tierra que el Señor les está dando, y Él les dé descanso de todos sus enemigos alrededor, y vivan en seguridad, entonces llevarán sus ofrendas al lugar que el Señor escoja».
El pueblo asintió en silencio, entendiendo la importancia de obedecer las instrucciones divinas. Moisés continuó: «Allí, en el lugar que el Señor escoja, ofrecerán sus holocaustos, sus sacrificios, sus diezmos, y las ofrendas de sus manos. Allí se regocijarán delante del Señor, su Dios, ustedes, sus hijos, sus hijas, sus siervos y sus siervas, y el levita que habite en sus ciudades, pues él no tiene parte ni heredad con ustedes. Cuídense de no ofrecer sus holocaustos en cualquier lugar que vean. Solo en el lugar que el Señor escoja en una de sus tribus ofrecerán sus holocaustos, y allí harán todo lo que yo les ordene».
Moisés levantó sus manos hacia el cielo, como si estuviera señalando el lugar sagrado que Dios aún no había revelado. «Pero tengan cuidado», advirtió, «no vayan a ser tentados a seguir las costumbres de las naciones que el Señor expulsará delante de ustedes. No busquen a sus dioses ni imiten sus prácticas abominables. No adoren al Señor, su Dios, de la manera en que esas naciones adoran a sus dioses. Porque ellas hacen todo lo que es abominable para el Señor, incluso queman a sus hijos e hijas en el fuego como ofrenda a sus dioses».
El pueblo se estremeció al escuchar estas palabras, recordando las historias de sus padres sobre los horrores de la idolatría. Moisés continuó: «Ustedes deben hacer todo lo que el Señor les ha mandado. No añadan ni quiten nada de lo que les he ordenado. Así vivirán en seguridad y serán bendecidos en la tierra que el Señor, su Dios, les da».
Moisés bajó las manos y miró a la multitud con una expresión de amor y preocupación paternal. «Recuerden», dijo suavemente, «que el Señor, su Dios, es un Dios celoso. Si olvidan su pacto y siguen a otros dioses, Él los castigará y los destruirá de la tierra que les está dando. Por eso, guarden sus corazones y no se desvíen a la derecha ni a la izquierda. Sigan el camino que el Señor les ha trazado, y todo les irá bien».
El pueblo respondió con una voz unánime: «Haremos todo lo que el Señor ha dicho». Y Moisés, satisfecho con su respuesta, los bendijo en el nombre del Señor.
Así, el pueblo de Israel se preparó para entrar en la tierra prometida, con la promesa de que, si obedecían fielmente las instrucciones de Dios, Él los guiaría, los protegería y los bendeciría en todo lo que hicieran. Y el lugar que el Señor escogería para poner su nombre sería un lugar de encuentro, de adoración y de comunión entre Dios y su pueblo, un recordatorio perpetuo de que Él es el único digno de toda alabanza y honor.