Biblia Sagrada

La Voz del Viento en el Valle del Cedrón: La Profecía de Jeremías entre Dioses y Hombres

**El Profeta Jeremías y el Mensaje del Señor en el Valle del Cedrón**

En los días del rey Josías, cuando Judá aún caminaba entre la luz y la sombra, el profeta Jeremías recibió una palabra del Señor. Era un mensaje que resonaría como un trueno en los corazones de aquellos que confiaban en su propia fuerza y no en el poder del Dios viviente. El Señor le dijo a Jeremías: «Ve al valle del Cedrón, donde los hijos de Judá han levantado altares a dioses extraños. Allí, entre las rocas y los árboles, proclamarás mi juicio y mi misericordia».

Jeremías obedeció sin dudar. Con su túnica de lino áspero y su rostro marcado por la preocupación, descendió por las colinas de Jerusalén hacia el valle del Cedrón. El sol de mediodía brillaba con fuerza, pero el aire estaba cargado de una pesadez espiritual. El valle, que en otro tiempo había sido un lugar de belleza y frescura, ahora estaba lleno de altares de piedra y estatuas de Baal y Asera. El olor a incienso extraño se mezclaba con el polvo del camino, y Jeremías sintió un profundo dolor en su corazón al ver cómo su pueblo había abandonado al Dios que los había sacado de Egipto con mano poderosa.

El profeta se detuvo junto a un árbol seco, cuyas ramas retorcidas parecían clamar al cielo. Allí, con voz firme y clara, comenzó a proclamar las palabras que el Señor le había dado: «Maldito el hombre que confía en el hombre, que hace de la carne su fortaleza y aparta su corazón del Señor. Será como un arbusto en el desierto, que no ve cuando viene el bien; habitará en los parajes resecos del desierto, en tierra salada e inhóspita».

Las palabras de Jeremías resonaron en el valle, y algunos que pasaban por allí se detuvieron para escuchar. Entre ellos había comerciantes, campesinos y hasta algunos sacerdotes que habían descendido de la ciudad. Sus rostros reflejaban una mezcla de curiosidad y desprecio, pero Jeremías no se detuvo. Sabía que su mensaje era urgente y que el tiempo de Judá se estaba agotando.

«Bendito el hombre que confía en el Señor, cuya confianza está puesta en él», continuó el profeta, levantando sus manos hacia el cielo. «Será como un árbol plantado junto a las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no temerá cuando llegue el calor, y sus hojas estarán siempre verdes. En año de sequía no se angustiará, ni dejará de dar fruto».

Mientras hablaba, Jeremías señaló hacia un árbol cercano, cuyas raíces se hundían profundamente en la tierra junto a un pequeño arroyo. Sus hojas brillaban bajo el sol, y sus ramas estaban cargadas de frutos. Era un contraste impactante con el árbol seco junto al cual se encontraba. El profeta quería que su pueblo entendiera que la verdadera vida y prosperidad solo podían encontrarse en el Señor, no en los ídolos de piedra ni en las alianzas con naciones extranjeras.

Pero no todos recibieron el mensaje con humildad. Un grupo de hombres, cuyos rostros estaban endurecidos por el orgullo y la incredulidad, se acercó a Jeremías con intención de burlarse. «¿Qué sabes tú, profeta de calamidades?», le dijeron. «Nosotros tenemos el templo del Señor, sus sacrificios y sus fiestas. ¿Acaso no somos el pueblo escogido? ¿Por qué nos hablas de maldiciones?».

Jeremías los miró con tristeza, sabiendo que sus corazones estaban lejos de Dios. «El Señor escudriña el corazón y examina los pensamientos», respondió con firmeza. «Él da a cada uno según sus caminos, según el fruto de sus obras. No se engañen: el templo no los salvará si sus corazones están llenos de maldad. El día del juicio está cerca, y solo aquellos que confíen en el Señor serán como el árbol junto al agua».

Algunos de los que escuchaban comenzaron a murmurar, y otros se alejaron incómodos. Pero hubo unos pocos, cuyos rostros reflejaban arrepentimiento, que se quedaron para escuchar más. Jeremías les habló de la fidelidad de Dios, de su deseo de perdonar y restaurar a su pueblo si tan solo se volvían a Él con todo su corazón. Les recordó las promesas del pacto y les advirtió de las consecuencias de seguir en su rebelión.

Al final del día, cuando el sol comenzó a ocultarse detrás de las colinas, Jeremías regresó a Jerusalén. Su corazón estaba pesado, pero también lleno de esperanza. Sabía que el Señor era misericordioso y que su palabra no volvería vacía. Mientras caminaba, oró en silencio: «Sana mi corazón, oh Señor, y seré sano; sálvame, y seré salvo, porque tú eres mi alabanza».

Y así, el mensaje de Jeremías continuó resonando en los corazones de aquellos que estaban dispuestos a escuchar. Porque el Señor, en su infinita sabiduría, sabía que solo aquellos que confiaran en Él serían como el árbol plantado junto al agua, cuyas raíces nunca se secarían y cuyas hojas siempre estarían verdes, incluso en los tiempos más difíciles.

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