**El Jardín del Justo: Una Historia Inspirada en el Salmo 92**
En los días antiguos, cuando el sol naciente pintaba de oro los campos de Israel, había un hombre llamado Eliab, quien vivía en una pequeña aldea cerca de las montañas de Judea. Eliab era conocido por su profunda devoción a Dios y su amor por la creación divina. Cada mañana, antes de que los primeros rayos del sol tocaran la tierra, Eliab se levantaba para orar y meditar en las Escrituras. Su corazón rebosaba de gratitud, y sus labios no cesaban de alabar al Señor por sus maravillas.
Un día, mientras caminaba por el campo, Eliab se detuvo frente a un olivo viejo y retorcido. El árbol, aunque aparentemente débil, daba frutos abundantes cada año. Sus raíces, profundamente arraigadas en la tierra, lo sostenían contra los vientos más fuertes. Eliab recordó las palabras del Salmo 92: *»El justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro en el Líbano. Plantados en la casa del Señor, florecerán en los atrios de nuestro Dios. Aun en la vejez darán fruto; estarán vigorosos y lozanos.»* Estas palabras resonaron en su corazón como un eco divino, y decidió que su vida sería como aquel olivo: firme, fructífero y arraigado en la presencia de Dios.
Con el tiempo, Eliab comenzó a plantar un jardín en las afueras de su casa. No era un jardín común, sino un lugar sagrado donde cada árbol, cada flor y cada planta representaba una verdad espiritual. Plantó una palmera alta y esbelta, cuyas hojas se mecían con la brisa como manos que alababan al Creador. Junto a ella, sembró un cedro majestuoso, cuyas ramas se extendían hacia el cielo como un recordatorio de la grandeza de Dios. También cultivó viñas que daban uvas dulces, símbolo de la provisión divina, y granados cuyas semillas brillaban como rubíes, recordando la abundancia de las bendiciones del Señor.
Cada mañana, Eliab regaba su jardín con agua fresca, pero también lo nutría con oraciones y cánticos de alabanza. Sabía que, así como las plantas necesitan sol y agua para crecer, el alma necesita la presencia de Dios para florecer. Y así, día tras día, el jardín de Eliab se convirtió en un reflejo de su fe: un lugar donde la belleza de la creación se unía a la adoración del Creador.
Sin embargo, no todo fue fácil para Eliab. Un año, una sequía azotó la región, y los campos de sus vecinos se secaron. Muchos comenzaron a murmurar, preguntándose por qué Dios permitía tal calamidad. Pero Eliab, confiando en las promesas del Salmo 92, no perdió la esperanza. Continuó regando su jardín con fe, y aunque las hojas de algunos árboles se marchitaron, las raíces permanecieron firmes. Y cuando la lluvia finalmente llegó, el jardín de Eliab floreció como nunca antes, demostrando que aquellos que confían en el Señor nunca serán defraudados.
Los años pasaron, y Eliab envejeció. Su cabello se volvió blanco como la nieve, y sus manos, antes fuertes, comenzaron a temblar. Pero su espíritu permaneció joven y vigoroso. Cada mañana, todavía se levantaba para orar y cuidar su jardín. Los vecinos, al verlo, se maravillaban de cómo, a pesar de su edad, Eliab seguía dando frutos de amor, paciencia y sabiduría. Era como el cedro del Líbano, que incluso en su vejez sigue erguido y majestuoso.
Un día, un joven viajero llegó a la aldea. Había oído hablar del jardín de Eliab y quería verlo por sí mismo. Al entrar en el jardín, quedó asombrado por la belleza y la paz que reinaban en aquel lugar. Eliab, con una sonrisa amable, lo invitó a sentarse bajo la sombra de la palmera. Allí, le contó la historia de su vida y cómo el Salmo 92 había sido su guía y su consuelo.
—Este jardín —dijo Eliab— no es solo un lugar de belleza, sino un recordatorio de que Dios es fiel. Él nos planta en su casa, nos nutre con su amor y nos hace florecer para su gloria. Aun en los tiempos difíciles, sus promesas nunca fallan.
El joven viajero escuchó con atención, y su corazón se llenó de esperanza. Al partir, llevó consigo no solo las semillas que Eliab le regaló, sino también la semilla de la fe que había sido plantada en su corazón.
Y así, el jardín de Eliab se convirtió en un legado viviente, un testimonio de la fidelidad de Dios y de la verdad del Salmo 92. Porque, como decía Eliab, *»el justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro en el Líbano. Plantados en la casa del Señor, florecerán en los atrios de nuestro Dios.»* Y así fue, y así será, para todos los que confían en el Señor y alaban su nombre por siempre.