**El Llamado a los Fieles: Una Historia Basada en Isaías 51**
En los días antiguos, cuando el pueblo de Israel se encontraba en el exilio, lejos de la tierra prometida, el profeta Isaías recibió una palabra del Señor. Era un mensaje de consuelo, de esperanza y de recordatorio para aquellos que habían olvidado la grandeza de su Dios. El Señor, en su misericordia, quería despertar en ellos la memoria de su poder y su fidelidad.
El profeta se levantó en medio del pueblo, en las calles polvorientas de Babilonia, donde los israelitas vivían bajo el yugo de la opresión. Con voz firme y llena de autoridad, comenzó a proclamar las palabras que el Espíritu de Dios había puesto en su boca:
—Escúchenme, ustedes que buscan la justicia, ustedes que siguen los caminos del Señor. Miren a la roca de donde fueron cortados, al pozo del cual fueron excavados. Miren a Abraham, su padre, y a Sara, que les dio a luz. Él era uno solo cuando lo llamé, pero lo bendije y lo multipliqué como las estrellas del cielo.
El pueblo, con rostros cansados y corazones afligidos, comenzó a congregarse alrededor del profeta. Sus palabras resonaban como un eco en sus almas, recordándoles las promesas que Dios había hecho a sus antepasados. Isaías continuó, su voz elevándose como un trueno en el desierto:
—El Señor consolará a Sion, consolará todas sus ruinas. Convertirá su desierto en un Edén, y su soledad en un jardín del Señor. En ella habrá gozo, alegría, acción de gracias y cánticos de alabanza.
Los ojos de los exiliados se iluminaron con un destello de esperanza. Recordaron las historias que sus padres les habían contado, de cómo Dios había liberado a sus antepasados de Egipto con mano poderosa y brazo extendido. Isaías, viendo que sus palabras comenzaban a surtir efecto, profundizó en el mensaje:
—Presten atención a mí, pueblo mío; escuchen, nación mía, porque de mí saldrá la ley, y mi justicia será una luz para los pueblos. Mi salvación está cerca, mi justicia está a punto de revelarse. Los brazos del Señor juzgarán a los pueblos; en él pondrán su esperanza las costas lejanas.
El profeta extendió sus manos hacia el cielo, como si quisiera tocar la gloria de Dios. Su voz se llenó de una solemnidad que hizo temblar a los presentes:
—Alcen los ojos al cielo, miren la tierra abajo; porque los cielos se desvanecerán como humo, la tierra se envejecerá como un vestido, y sus habitantes morirán como moscas. Pero mi salvación será para siempre, mi justicia no fallará.
En ese momento, un viento suave comenzó a soplar, trayendo consigo un aroma fresco, como de tierra mojada después de la lluvia. Era como si el Espíritu de Dios estuviera moviéndose entre ellos, recordándoles que Él era el Creador de los cielos y la tierra, el que había puesto los cimientos del mundo y el que podía restaurar todas las cosas.
Isaías bajó la mirada hacia el pueblo, y sus ojos brillaban con compasión:
—Despierta, despierta, vístete de poder, oh Sion; vístete de tus ropas hermosas, oh Jerusalén, ciudad santa. Porque nunca más entrará en ti el incircunciso ni el impuro. Sacúdete el polvo, levántate y siéntate, oh Jerusalén. Suelta las cadenas de tu cuello, oh cautiva, hija de Sion.
Las palabras del profeta eran como un bálsamo para sus corazones heridos. Comenzaron a recordar que, aunque estaban en el exilio, Dios no los había abandonado. Él seguía siendo su Redentor, el que había partido el mar y hecho pasar a sus antepasados por en medio de las aguas. Isaías, con voz llena de autoridad, concluyó su mensaje:
—Así dice el Señor, tu Redentor, el Santo de Israel: Yo soy el Señor tu Dios, que te enseña para tu provecho, que te guía por el camino que debes seguir. ¡Ojalá hubieras atendido a mis mandamientos! Tu paz habría sido como un río, y tu justicia como las olas del mar.
El pueblo, con lágrimas en los ojos, comenzó a murmurar oraciones de arrepentimiento. Recordaron cómo, en su rebeldía, habían abandonado los caminos del Señor, y cómo su desobediencia los había llevado al exilio. Pero también recordaron que Dios era fiel, que su amor era eterno y que su misericordia nunca se agotaba.
Isaías, viendo que el mensaje había tocado sus corazones, levantó sus manos en señal de bendición:
—No teman al reproche de los hombres, ni se desalienten por sus insultos. Porque como un vestido los comerá la polilla, y como la lana los devorará el gusano. Pero mi justicia permanecerá para siempre, y mi salvación por todas las generaciones.
Y así, en medio del exilio, el pueblo de Israel comenzó a levantar sus ojos hacia el cielo, confiando en que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob cumpliría sus promesas. Sabían que, aunque el camino era difícil, el Señor estaba con ellos, guiándolos de regreso a la tierra prometida, donde la justicia y la paz fluirían como un río eterno.
Y el profeta Isaías se retiró, sabiendo que había cumplido su misión. Las palabras del Señor habían sido sembradas en los corazones del pueblo, y aunque no verían su cumplimiento inmediato, sabían que el Dios fiel nunca los abandonaría. Porque Él era su roca, su refugio y su salvación, ahora y para siempre. Amén.