**El Sabio y el Necio: Una Reflexión desde Eclesiastés 7**
En los días de antaño, cuando el rey Salomón gobernaba con sabiduría sobre Israel, el pueblo se maravillaba de sus palabras y enseñanzas. Un día, el rey decidió compartir una serie de reflexiones profundas que había escrito en su libro de Eclesiastés. Estas palabras resonarían en los corazones de quienes las escucharan, pues provenían de un hombre que había experimentado tanto la gloria como la vanidad de la vida.
El sol brillaba sobre Jerusalén, y el aire estaba lleno del aroma de los olivos y las flores silvestres. Salomón, sentado en su trono de marfil y oro, rodeado de sus consejeros y sabios, comenzó a hablar con voz serena pero firme:
—Mejor es el buen nombre que el ungüento precioso —dijo el rey, mirando a los ojos de cada uno de los presentes—. Y mejor es el día de la muerte que el día del nacimiento.
Los presentes se miraron entre sí, confundidos por estas palabras. ¿Cómo podía ser mejor el día de la muerte que el del nacimiento? Salomón, percibiendo su desconcierto, continuó:
—Escuchen bien, hijos míos. El día del nacimiento es el comienzo de una vida llena de incertidumbres, pruebas y dolores. Pero el día de la muerte es el final de esos sufrimientos, el momento en que el alma encuentra descanso. El buen nombre, aquel que se gana con integridad y justicia, perdura más que cualquier perfume costoso. Es un tesoro que trasciende la tumba.
El rey hizo una pausa y levantó su mano, señalando hacia el horizonte, donde las montañas se alzaban majestuosas.
—Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete —prosiguió—. Porque en la casa del luto, el corazón se humilla y reflexiona sobre la brevedad de la vida. Allí, en medio del dolor, se encuentra la verdadera sabiduría. En cambio, en la casa del banquete, el corazón se llena de alegría vana y olvida que la vida es como una sombra que pasa rápidamente.
Uno de los jóvenes presentes, llamado Eliab, se atrevió a preguntar:
—Pero, oh rey, ¿no es la alegría un don de Dios? ¿No debemos celebrar las bendiciones que Él nos da?
Salomón sonrió con benevolencia y respondió:
—Ciertamente, la alegría es un don de Dios, y debemos agradecerle por ella. Pero la risa del necio es como el crepitar de espinos debajo de la olla: ruidosa, pero vacía. El corazón del sabio está en la casa del luto, porque allí aprende a valorar lo que realmente importa.
El rey continuó su enseñanza, y sus palabras eran como un río que fluía con sabiduría:
—Mejor es oír la reprensión del sabio que la canción de los necios. Porque la risa del necio es efímera, como el humo que se desvanece en el aire. Pero la reprensión del sabio, aunque duela en el momento, trae consigo vida y crecimiento.
Salomón miró a Eliab y a los demás jóvenes con ojos llenos de compasión.
—No te apresures en tu espíritu a enojarte —advirtió—, porque el enojo reposa en el seno de los necios. El sabio sabe esperar, reflexionar y actuar con prudencia. No digas: «¿Por qué los días pasados fueron mejores que estos?», porque no es sabio preguntar esto. Cada tiempo tiene sus desafíos y sus bendiciones.
El rey se levantó de su trono y caminó hacia un gran ventanal desde donde se podía ver el templo de Jerusalén. Su voz resonó con solemnidad:
—La sabiduría es una herencia valiosa, como una sombra que protege del calor del sol. Pero la sabiduría sin Dios es como un barco sin timón. Considera la obra de Dios: ¿quién podrá enderezar lo que Él ha torcido? En el día del bien, goza del bien; pero en el día de la adversidad, considera que Dios ha hecho tanto lo uno como lo otro, para que el hombre no halle nada después de Él.
Los presentes guardaron silencio, meditando en las palabras del rey. Salomón, con un suspiro, concluyó:
—He visto todo en los días de mi vanidad: justos que perecen en su justicia, y malvados que viven largos días en su maldad. No seas demasiado justo, ni demasiado sabio; ¿por qué habrás de destruirte? Tampoco seas demasiado impío, ni insensato; ¿por qué habrás de morir antes de tu tiempo? Es bueno que te aferres a esto, y también de aquello no apartes tu mano; porque aquel que teme a Dios saldrá bien en todo.
El sol comenzaba a ponerse, y las sombras se alargaban sobre la ciudad. Salomón, con un gesto de cansancio pero de paz, se sentó nuevamente en su trono. Los presentes se retiraron en silencio, llevando consigo las palabras del rey en sus corazones. Aquel día, habían aprendido que la verdadera sabiduría no está en la acumulación de riquezas o en la búsqueda de placeres, sino en el temor de Dios y en la aceptación de Su voluntad.
Y así, el libro de Eclesiastés continuó siendo una luz para generaciones futuras, recordándoles que, en medio de la vanidad de la vida, solo en Dios hay propósito y esperanza.