Biblia Sagrada

Tormenta de Sabiduría Divina: El Enfrentamiento de Job con Dios

**La Revelación de Dios a Job**

En los días antiguos, cuando Job, un hombre justo y temeroso de Dios, se encontraba sumido en la más profunda aflicción, clamó al Señor con un corazón lleno de angustia. Había perdido todo: sus hijos, sus riquezas, su salud y hasta el respeto de sus amigos. Aunque no entendía por qué le había sucedido todo aquello, se aferró a su integridad y no maldijo a Dios. Sin embargo, en su dolor, cuestionó la justicia divina y anheló una respuesta del Creador.

Entonces, desde lo alto de los cielos, el Señor decidió responder a Job. Pero no lo hizo con palabras de consuelo o explicaciones sencillas. En lugar de ello, el Todopoderoso se manifestó en medio de un torbellino, una tempestad majestuosa que rugía con poder indescriptible. Los vientos aullaban como bestias salvajes, y las nubes se arremolinaban en un baile celestial, mientras rayos de luz divina iluminaban la oscuridad. Job, temblando, se postró ante la presencia de Aquel que lo había creado.

Y el Señor habló desde el torbellino, con una voz que resonaba como el trueno, pero también con una autoridad que calmaba el alma:

—¿Quién es este que oscurece mi consejo con palabras sin conocimiento? ¡Ciñe ahora tus lomos como un hombre, porque yo te preguntaré, y tú me responderás!

Job, atónito, guardó silencio. La majestad de Dios lo había dejado sin palabras.

Entonces, el Señor continuó, llevando a Job en un viaje a través de la inmensidad de su creación:

—¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¡Házmelo saber, si tienes inteligencia! ¿Quién ordenó sus medidas, si es que lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué están fundadas sus bases, o quién puso su piedra angular, cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?

Job, con el rostro inclinado, comenzó a comprender la pequeñez de su entendimiento frente a la sabiduría infinita de Dios. El Señor, sin embargo, no se detuvo allí.

—¿Quién encerró con puertas el mar, cuando se derramaba saliéndose de su seno, cuando puse nubes por vestidura suya, y por su faja oscuridad, y le puse límites, y le puse puertas y cerrojos, y le dije: «Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante, y aquí cesará la soberbia de tus olas»?

Job, con lágrimas en los ojos, recordó las veces que había visto el mar embravecido, cómo las olas rugían con furia, pero nunca traspasaban los límites que Dios les había impuesto.

El Señor prosiguió, llevando a Job más allá de los confines de la tierra:

—¿Has entrado tú hasta los tesoros de la nieve, o has visto los tesoros del granizo, que tengo reservados para el tiempo de angustia, para el día de la guerra y de la batalla? ¿Por qué camino se reparte la luz, y se esparce el viento solano sobre la tierra?

Job, abrumado por la grandeza de estas preguntas, comenzó a sentir cómo su corazón se llenaba de reverencia. Dios no solo gobernaba los mares y los cielos, sino también los fenómenos más pequeños y misteriosos de la naturaleza.

Entonces, el Señor llevó a Job a contemplar las maravillas del cielo:

—¿Puedes tú atar los lazos de las Pléyades, o desatar las ligaduras de Orión? ¿Sacarás tú a su tiempo las constelaciones de los cielos, o guiarás a la Osa Mayor con sus crías? ¿Conoces tú las ordenanzas de los cielos, o estableces su dominio en la tierra?

Job, mirando hacia el firmamento, recordó las noches en las que había contemplado las estrellas, maravillándose de su belleza. Pero ahora comprendía que cada una de ellas estaba sostenida por la mano poderosa de Dios, quien las había colocado en su lugar con precisión infinita.

El Señor, con voz suave pero firme, continuó:

—¿Cazarás tú la presa para el león, o saciarás el hambre de los leoncillos, cuando se agazapan en sus guaridas, o están al acecho en su escondrijo? ¿Quién prepara al cuervo su alimento, cuando sus polluelos claman a Dios, y andan errantes por falta de comida?

Job, recordando las veces que había visto a los animales en el desierto, comprendió que Dios no solo cuidaba de los hombres, sino también de todas las criaturas, por pequeñas o insignificantes que parecieran.

Finalmente, el Señor llevó a Job a contemplar las bestias más poderosas de la creación:

—¿Darás tú fuerza al caballo, o vestirás su cuello de crines? ¿Le harás tú saltar como langosta? El resoplido de su nariz es temible. Escarba la tierra y se alegra en su fuerza; sale al encuentro de las armas. Se ríe del temor y no se acobarda, ni vuelve el rostro delante de la espada.

Y luego, hablando del Behemot y del Leviatán, criaturas que simbolizaban el poder indomable de la creación, el Señor le preguntó:

—¿Podrás tú pescar al Leviatán con anzuelo, o atarás su lengua con cuerda? ¿Pondrás tú una soga en sus narices, o horadarás su quijada con garfio?

Job, al escuchar estas palabras, sintió cómo su orgullo se desvanecía. Comprendió que, frente a la grandeza de Dios, él no era más que un hombre limitado, incapaz de comprender los designios del Creador.

Cuando el Señor terminó de hablar, Job, con el corazón quebrantado, respondió:

—He aquí, yo soy vil; ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca. Una vez hablé, mas no responderé; aun dos veces, mas no volveré a hablar.

Y el Señor, en su misericordia, no lo reprendió más. Job había aprendido que, aunque el sufrimiento era un misterio, Dios era soberano y digno de confianza. Y en ese momento, en medio de la tempestad, Job encontró paz, no porque hubiera recibido respuestas, sino porque había conocido al Dios que lo sostenía en medio de la tormenta.

Así, Job se postró en adoración, reconociendo que el Señor, en su infinita sabiduría, era suficiente. Y aunque las preguntas seguían sin respuesta, Job confió en Aquel que había creado los cielos y la tierra, y que sostenía todas las cosas con el poder de su palabra.

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