Una vez, un gran oscurecimiento descendió sobre la tierra de Zebulún y la tierra de Neftalí. Estas tierras, antes despreciadas, fueron envueltas en sombras y sometidas a mucho dolor y angustia. Pero en tiempos posteriores, Dios hizo gloriosas estas tierras, iluminando su camino hacia el mar, más allá del Jordán, a la Galilea de las naciones.
Durante mucho tiempo, el pueblo caminó en la oscuridad, habitando en la angustia y en la sombra de la muerte. Pero vieron una gran luz; sobre ellos brilló una luz espléndida. Dios multiplicó a la nación e incrementó su gozo: se regocijaron ante Él como hombres que se alegran cuando dividen el botín. Dios rompió la servidumbre de su carga, el bastón de su opresión, como en los días de Madián. La armadura del hombre armado en el tumulto, y las prendas enrolladas en sangre, serían para quema, para combustible del fuego.
Entonces se anunció que nacería un hijo. Este hijo sería un regalo para ellos, y el gobierno estaría sobre su hombro. Su nombre sería Maravilloso Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Bajo su gobierno, la paz y la justicia se incrementarían sin fin, estableciendo y sosteniendo su reino con rectitud desde entonces y para siempre. La pasión de Jehová de los Ejércitos realizaría esto.
Aun en medio de esto, el Señor envió una palabra a Jacob, y esta llegó a Israel. Se reveló a todo el pueblo, incluso a Efraín y al habitante de Samaria, que a pesar de la caída de los ladrillos, construirían con piedras labradas; y a pesar del corte de los sicómoros, ellos plantarían cedros en su lugar.
Sin embargo, la ira de Jehová no se alejó de ellos. Enfureció a los adversarios de Rezín, avivó a sus enemigos, los sirios y los filisteos, y permitió que devoraran a Israel con boca abierta. A pesar de su enojo, Jehová extendió todavía su mano. Pero el pueblo no se volvió a él, ni buscaron a Jehová de los Ejércitos.
Por esta razón, Jehová cortó de Israel tanto la cabeza como la cola, tanto el anciano honorable como el falso profeta que enseñaba mentiras. Para los que lideraban al pueblo los llevaban por mal camino, y aquellos que eran liderados se perdían.
La maldad ardía como fuego, devorando zarzas y espinas, encendiendo los matorrales del bosque y elevándose en una columna de humo. A través de la ira de Jehová, la tierra se quemó hasta el suelo, y el pueblo se convirtió en combustible para el fuego: nadie perdonó a su hermano. Manasés contra Efraín y Efraín contra Manasés; juntos se unieron contra Judá. Pero a pesar de todo, la ira de Jehová no se apartó, sino que su mano permaneció extendida.