Cuando Israel salió de Egipto, aquella gente de lengua extraña que formaba la casa de Jacob, ocurrió algo maravilloso. Judá fue convertida en su santuario, y su tierra, en su dominio.
El mar lo vio y retrocedió; incluso el Jordán volvió su cauce. Las montañas saltaron como carneros, y las colinas como corderitos. ¿Por qué, oh mar, te retiraste? ¿Por qué, oh Jordán, volviste atrás? ¿Por qué, montañas, saltaron ustedes como carneros, y tú, pequeñas colinas, como corderitos?
Todo en la tierra temblaba ante la presencia de Dios, ante la presencia del Señor, del Dios de Jacob. Él, en su gran poder y misericordia, convirtió la roca en una fuente de agua, el pedernal en un manantial.
Este cuenta es un testimonio del poder, la magnitud y la bondad de Dios. En una época en la que la casa de Jacob se sentía extranjera, aislada en una tierra desconocida, Dios intervino, guiándolos a través del mar y el río, moviendo montañas y colinas en respuesta a su angustia.
El mar, en su vastedad, vio la llegada de los israelitas, y retrocedió en reverencia. El río Jordán, al ver el paso de la gente elegida por Dios, también volvió atrás, abriendo un camino seguro para ellos. Las montañas y colinas se volvieron lúdicas al ver la majestuosidad divina, al punto de saltar como carneros y corderitos.
A pesar de que la tierra misma temblaba ante la presencia de Dios, este demostraba su amor por su gente una vez más. Transformó la roca en una poza de agua para saciar la sed de los israelitas y el pedernal en un manantial de agua. Incluso en el desierto, proveyó refresco y aliento.
La narración de este episodio ratifica que Dios, el Señor del pueblo de Jacob, es omnipotente y amoroso, interviene milagrosamente para proteger y sostener a su pueblo. En su presencia, el más vasto mar huye, el río más caudaloso retrocede, las montañas y colinas saltan de alegría, y convierte una roca en una corriente vital. Su amor y poder están por encima de todas las cosas.